Obispo y mártir de la verdad y de la paz. Incansable defensor de la dignidad de la persona humana. Sensible al dolor del pueblo, no tuvo más inquietud en su vida que el servicio a los más pobres y excluidos, convirtió la caridad cristiana en una defensa de los derechos humanos.
Su vida fue un caminar con el pueblo pobre y sufrido de Guatemala, un testimonio de entrega consecuente con la misión de Jesús.
Fue fundador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, actuó como conciliador en el diálogo durante el proceso de paz. Impulsó la pastoral de áreas marginales y populares. Animó constantemente el compromiso de los laicos y laicas con la realidad histórica, estuvo siempre al lado de las víctimas y los marginados y promovió el rescate de la verdad en el país, silenciada durante mucho tiempo, con el proyecto de la recuperación de la memoria histórica (REMHI). Por eso lo mataron, porque su voz y su obra, como la de Jesús, molestaba a aquellos que cometieron grandes atrocidades: secuestros, torturas, asesinatos y masacres.
La noche del 26 de abril de 1998 fue brutalmente asesinado. Le destrozaron la cabeza. Parece que quisieron hacer desaparecer sus ideas. Dos días antes de su muerte, el obispo Gerardi había dicho en la catedral: “Queremos sacar del silencio la verdad para que nunca más se vuelva a repetir la violencia que ha manchado nuestra historia…Queremos contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos la memoria del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos y sólo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos”.
Monseñor Gerardi tenía 75 años. Varios años antes había sufrido dos atentados: uno en 1980, siendo obispo del Quiché, y otro al regresar del exilio, en el aeropuerto de Guatemala. Dios no permitió que muriera entonces. Lo tenía destinado para esclarecer la verdad, camino indispensable para la reconciliación y la paz,
Monseñor Gerardi fue un hombre inteligente y recto, que quiso mantener delante de sus ojos la verdad de los problemas. Fue siempre un excelente dialogador, más inclinado a escuchar que a dar lecciones, atento siempre a las opiniones diferentes de la suya, capaz de hablar con uno y con otros, libre de la enfermedad mental del sectarismo y del autoritarismo.
Fue un humanista con voluntad decidida de reconciliación, que acostumbraba a opinar con sensatez y serenidad.
Y sobre todo, fue un hombre de fe, que creyó profundamente en el Dios de la vida, el Dios liberador de los pobres, el Dios que exige justicia y fraternidad.
Los enemigos de la verdad y de la paz que nace de la justicia creyeron que con matar a un obispo acabarían con su palabra y su obra. Así pensaron también los que mataron a monseñor Romero en El Salvador. Mataron a un obispo, pero resucitaron a un mártir que vivirá siempre en la memoria del pueblo guatemalteco y latinoamericano.
Su muerte, como la muerte de Jesús y la de todos los mártires, particularmente de quienes derramaron su sangre en América Latina en defensa de los pobres, es hoy el triunfo de la verdad y la justicia, y una luz que apunta a la utopía de otro mundo posible.
Fernando Bermúdez