El caso J. Sobrino: otro abuso eclesiástico de poder

F. Javier Vitoria Cormenzana, teólogo


Desde hace un par de meses el círculo más intimo de familiares, amigos y compañeros de Jon Sobrino esperábamos la noticia. El viernes pasado la anunció un medio de comunicación español. El domingo Mons. Fernando Sáenz Lacalle, arzobispo de San Salvador y miembro del Opus Dei, la confirmó, prediciendo además que J. Sobrino había sido sancionado con la prohibición de dar clases en cualquier centro católico mientras no revise las conclusiones de su Cristología. La temida sanción, si se confirma, es una novedad que casi nadie conocía el viernes por la tarde. Ni siquiera el propio jesuita bilbaino/salvadoreño. Por lo visto la orden vaticana de embargo hasta el 14 de marzo que recaía sobre el documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe, e imagino que sobre el dato de la sanción, no obliga al arzobispo navarro, Sáenz Lacalle. Rotas la reglas de juego por tan alta jerarquía eclesiástica, me siento liberado de mi compromiso de guardar silencio en este asunto y legitimado para comparecer ante la opinión pública con objeto de ofrecer mi opinión, basada en informaciones fidedignas.


Escribo como conocedor del tema. Hace más de veinte años tuve la oportunidad de realizar un estudio sobre la primera Cristología de Sobrino que acredité académicamente y más tarde publiqué en una editorial vasca. Llevo alrededor de veinte años impartiendo la asignatura de Cristología en la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto. Y en la actualidad estoy dirigiendo un curso de licenciatura sobre los dos volúmenes, Jesucristo Liberador y La fe en Jesucristo, objeto del examen de la Congregación de la Fe. Desde la condición de un modesto profesor de teología quiero afirmar que me parece muy improbable que se puedan encontrar atisbos de herejía en el pensamiento de Sobrino. Y me consta además que teólogos de primera fila como B. Sesboué, M. Maier, M. Gesteira, C. Palacio, por citar solamente cuatro teólogos libres de toda sospecha, no han encontrado ningún error doctrinal en su obra. Aún añadiré algo más. Su segunda Cristología, la que examina la Congregación, es en su conjunto mucho más matizada y católica que la primera. Sobrino se ha desembarazado de la «influencia protestante» en el tratamiento de algún tema central como la cruz de Jesús y responde de manera sistemática, y no esquemática, a cuestiones centrales de la cristología como son la resurrección y la dogmática cristológica.


El documento de la Sagrada Congregación de la Fe, si no se ha corregido para su publicación definitiva, es fruto de un método indagatorio que privilegia exagerada y deliberadamente la sospecha. Hasta el punto de que la presunción de inocencia no tiene ninguna cabida en él. Siguiendo su sistema, seguramente podríamos encontrar herejías en las mismas encíclicas papales. Solamente haré una cata en un texto del magisterio, que aparece citado por el documento de la Congregación a propósito de la autoconciencia de Jesucristo, que es uno de los temas en litigio. En la encíclica Mystici Corporis, el papa Pío XII escribió los siguiente: «Aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de su encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico.» Sometido este texto papal a la mirada llena de prejuicios de la Congregación, tendría serias dificultades para salvarse de la acusación de ser, para decirlo con términos teológicas técnicos, o doceta o monofisita. Es decir, explicado en términos más inteligibles, la condición embrionaria del Redentor en el momento de ser concebido sería una mera apariencia y no algo real y sustancial o la condición verdadera de la naturaleza humana de Jesús se niega, ya que su naturaleza divina la absorbe hasta punto de afirmar la consciencia humana de un embrión. Obviamente a nadie en su sano juicio se le ocurriría acusar de herejía a Pío XII o al padre Tromp (autor material de la encíclica). Ambos no firmarían hoy ese texto. Entonces, el año 1943, fueron deudores de los planteamientos doctrinales cristológicos hegemónicos que algunos de los cuales, en opinión del gran teólogo K. Rahner, podían ser tachados claramente de criptoherejías.


Todo este disparate eclesiástico, que tanto sufrimiento produce y tanto escándalo provoca a la gente sencilla dentro y fuera de la Iglesia, no es más que el desenlace de una estrategia vaticana que dura más de treinta años: se buscaba condenar y silenciar a Sobrino. Desde el año 1976 el teólogo jesuita ha respondido con honradez, fidelidad y humildad a repetidas advertencias y acusaciones doctrinales provenientes del Vaticano. Algunas de sus repuestas las hizo públicas en su libro Jesús en América Latina (1982). Pero hay que añadir que desde sus primeros escritos se creó a priori un ambiente en el Vaticano, en varias curias diocesanas y entre varios obispos en contra de su teología, y en general contra la teología de la liberación. El cardenal Alfonso López Trujillo ha sido el impulsor principal de esta historia de caza y captura. Seguramente ahora también, como el arzobispo Lacalle, orará al Señor para que el padre Sobrino sea dócil a las enseñanzas de la Iglesia. En realidad su prejuicios le ciegan para poder ver que su modo de proceder no tiene el aire de Jesús, pues así no se trata a los hermanos.


Lamentablemente J. Sobrino viene a engrosar una larga lista de perseguidos en la Iglesia por la curia vaticana. H. de Lubac e Y. Congar son algunos de los nombres que están en la mente de todos. A ambos se les prohibió enseñar en centros católicos y se les obligó a guardar silencio. La impresionante carta que Congar escribió a su madre en aquellas circunstancias y que recogen sus memorias debiera haber sido suficientemente elocuente como para que la curia no cometiera más atropellos. El caso que nos ocupa me parece especialmente cruel. J. Sobrino es (de hecho y porque tuvo la suerte de estar fuera de El Salvador cuando le hubiese tocado morir en la hora en que fueron asesinados I. Ellacuría y compañeros), testigo de miles de víctimas de la violencia establecida en América Latina, muchas de ellas merecedoras del título de mártires porque murieron por el odio que su fe suscitaba y que su caridad heroica ponía en evidencia. Su condena afecta a sus compañeros mártires. Su voz es la de ellos. Silenciándole vuelven a callar a las víctimas de la barbarie asesina. Pero los curiales son ciegos justamente porque creen que ven. Cuando dentro de cien años se quiera acreditar el comportamiento de la Iglesia católica de finales del siglo XX y principios del XXI, estoy seguro de que los apologetas eclesiásticos recurrirán a J. Sobrino y silenciaran vergonzantemente los nombres de López Trujillo, Sáenz Lacalle y Levada, cardenal prefecto de la Congregación.


La teología de J. Sobrino puede gustar o no, ser más o menos significativa para la fe de los creyentes cristianos y la vida de los increyentes, pero en ningún caso es irrelevante desde el punto de vista del anuncio de la fe cristiana en nuestro mundo bárbaro y cruel. Su lectura a nadie deja indiferente Aquí es donde radica el gran problema de su teología. Su reflexión nos plantea cuestionamientos radicales a quienes vivimos adormecidos en las sociedades ricas y resignados en esta Iglesia gobernada por funcionarios incapaces de percibir las señales del Dios de los pobres. Sus textos sobre Jesucristo nos pueden parecer peligrosos, justamente porque ponen en entredicho nuestros privilegios y nuestra indiferencia. Pero precisamente en ese peligro se encierra la oferta salvífica de Dios y de Jesús de Nazaret, su Hijo, el de la misma naturaleza que el Padre, que se expresa en este axioma: «fuera de los pobres no hay salvación».