HACIA UN MUNDO NUEVO

(Testimonio)

Fernando Bermúdez

Maricarmen García


En la primera Carta de Pedro se nos dice que estemos siempre dispuestos a dar testimonio de nuestra esperanza ante cualquiera que nos pida razón (1 Pe 3,15).

La experiencia de treinta años de vida misionera por los caminos de América acompañando al pueblo guatemalteco y chiapaneco en sus luchas y esperanzas y compartiendo la fe en la utopía del Reino que proclamó Jesús de Nazaret, nos motiva a compartir con ustedes esta esperanza y también nuestras preocupaciones.

Nos duele la situación de la humanidad. Vivimos en un mundo injusto e inhumano. Somos testigos de esta injusticia. Hemos visto morir a niños y niñas a causa del hambre y a multitud de hombres y mujeres víctimas de la violencia. Somos testigos de violaciones sistemáticas a los más elementales derechos humanos, sobre todo el derecho a la vida. Esto nos duele en lo más profundo del alma. Por otra parte, hemos visto también cómo se derrocha irresponsablemente recursos entre los ricos del continente americano y en los países del llamado primer mundo. La sobreabundancia de unos pocos es hambre para muchos. Hay causas estructurales que explican esta situación.

Asistimos a nivel planetario a una creciente y cruel imposición de modelos neoliberales que agudizan la brecha entre un mundo cada vez más opulento en el que el 20 % de la población, conocido como el Norte, (Estados Unidos, Canadá, Unión Europea, Japón, Australia…) controlan el 83 % de la riqueza del planeta, mientras el 80 % de la población del Sur (África, América Latina, la mayor parte de Asia…) sólo tiene acceso al 17% de la riqueza. La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro del evangelio se ha mundializado. El imperio y sus multinacionales invaden naciones y pisotean el derecho de los pueblos del Sur para incrementar su capital. El sistema dominante profundiza, cada vez más, la división entre el Norte y el Sur, provocando crecientes fenómenos migratorios y propiciando la discriminación y la xenofobia. Es por eso que consideramos al sistema capitalista neoliberal inhumano y cruel.

Algunos dicen que la solución del hambre en el mundo estaría en el desarrollo de los pueblos del Sur al estilo del Norte. Según los expertos, si el 80 % del Sur consumiera lo que consume el 20% del Norte, la tierra colapsaría en un corto periodo de tiempo. La socióloga noruega Harlem Bruntland ha investigado y demostrado que “si los casi siete mil millones de habitantes del planeta consumieran lo mismo que los países desarrollados, harían falta diez planetas como el nuestro para satisfacer todas sus necesidades”. La tierra no soportaría tanta expoliación y entraríamos en un proceso de destrucción acelerada de la vida misma sobre el planeta.

La salvación de la humanidad no consiste en copiar el modelo de desarrollo de los países ricos del norte, sino en la reducción del consumo de estos países, desarrollando la cultura de la austeridad y la solidaridad, para que el sur viva con dignidad. Este es el camino que responde al proyecto de Dios revelado en la Biblia y tantas veces repetido en los documentos de la enseñanza social de la Iglesia. (Véase, por ejemplo, Pacem in terris, Populorum Progressio, Solicitudo rei socialis).

El sistema capitalista neoliberal no sólo deshumaniza este mundo sino que se desarrolla irremediablemente destruyendo la naturaleza. Su criterio es producir y consumir cada vez más. Actualmente, está implementando el desarrollo de agrocombustibles en detrimento de la siembra de plantaciones para alimentos y de la destrucción de bosques tropicales. Es por eso que este sistema aparece como el principal causante del deterioro ambiental. Ahí tenemos las consecuencias en el cambio climático y el calentamiento global, que en unas regiones del planeta provoca grandes inundaciones y en otras sequías persistentes. Ya se está hablando, incluso, de la agonía del planeta.

Urge romper los esquemas impuestos por los poderosos del mundo. Creemos que los seres humanos no estamos clasificados por nacionalidades, sino entre explotadores y explotados, privilegiados y excluidos, y entre quienes, consciente o inconscientemente, se afanan en conservar y fortalecer el sistema neoliberal y, por otra parte, quienes resisten y luchan por construir otro mundo diferente, más humano y cuidadoso del medio ambiente. Con toda modestia compartimos que en esta segunda opción nos situamos nosotros.

Confesamos que el pueblo latinoamericano ha sido un gran maestro para nosotros, ha sido nuestra gran universidad. Hemos aprendido de su sufrimiento, de su capacidad de resistencia, de lucha y de esperanza. Nos ha enseñado que la lucha por la dignidad humana, por los derechos humanos, por la justicia es una lucha sagrada. Hemos aprendido a no perder la esperanza y a tener paciencia histórica, pues los procesos son más largos que nuestra existencia. Hemos aprendido que se necesita muy poco para ser felices, que la felicidad no depende del tener sino del ser. Hemos aprendido lo que significa la vida comunitaria en fraternidad, el espíritu de acogida y de gratuidad. Hemos vivido la crueldad del sistema capitalista neoliberal, responsable del hambre de los pueblos del sur, y hemos aprendido a tomar decisiones inclaudicables al lado de las víctimas y en defensa de los derechos de los pobres. Hemos aprendido a solidarizarnos con las luchas campesinas en defensa de su tierra y a solidarizarnos con los pueblos amerindios y afrodescendientes y de todos los pueblos del mundo que luchan por su libertad: palestinos, saharaguis, kurdos, tibetanos… Hemos aprendido a actuar localmente y a pensar globalmente y a ver la historia con dimensión de eternidad.

En los 30 años de vida misionera hemos conocido a grandes hombres y mujeres, verdaderos maestros con quienes hemos convivido. Hemos aprendido de su experiencia y sabiduría. Sólo por citar algunos: Oscar Romero, pastor, profeta y mártir; Policarpo Chem, líder campesino, símbolo de los centenares de catequistas asesinados por los militares; Sergio Méndez Arceo, patriarca de la Solidaridad; Arturo Lona, hermano de los pobres; Pedro Casaldáliga, profeta y poeta de la libertad; Samuel Ruiz, digno sucesor de fray Bartolomé de Las Casas en Chiapas; Juan Gerardi, mártir de la verdad y de la paz; Álvaro Ramazzini, valiente defensor de los derechos humanos, particularmente de los campesinos y emigrantes; Juana María Mansilla, mujer coherente y sencilla, entregada incondicionalmente al pueblo campesino; Alfonso Bauer, político con ética, defensor de los oprimidos y excluidos; Raquel Saravia, mujer de Dios y del pueblo; María y Juan Vandeveire, matrimonio siempre al servicio de una nueva sociedad; Alfonso Stesset, Ricardo Falla, Elías Ruiz… Sólo por mencionar algunos entre los innumerables hombres y mujeres que hemos conocido en el continente de la esperanza.

Al dejar América Latina cambiamos de trinchera, no de lucha. Reconocemos que ya no tenemos las fuerzas y energías que teníamos antes, pero queremos continuar aportando, siguiendo a Jesús de Nazaret, en la construcción de una iglesia sencilla, libre de poderes, profética, abierta al diálogo, fraterna y servidora del reino de Dios, que es lo que importa. Queremos, al mismo tiempo, seguir aportando a la construcción de otro mundo posible dentro de nuestro pequeño campo de trabajo. Soñamos con un mundo diferente, conscientes de que ese mundo que soñamos como utopía es una meta inalcanzable, pero que la necesitamos como fuerza que provoca y moviliza nuestra imaginación y nuestras luchas para construir una sociedad más humana donde quepan todos, sin discriminación alguna por motivo de género, raza, religión, cultura o situación socioeconómica…. La historia es mucho más larga que nuestra existencia. Lo que importa es pasar por la historia aportando a su liberación y haciéndola avanzar hacia la plenitud del Reino. Es por eso que nos identificamos plenamente y hacemos nuestra la plegaria de Jesús, que fue su ardiente pasión: “¡Padre, venga tu Reino!”, que es un reino de vida abundante para todos, de justicia y de paz.

La globalización neoliberal y el integrismo o fundamentalismo político y religioso nos retan constantemente a globalizar la esperanza, el amor, la ternura y la fraternidad, dando razón de ella con tolerante firmeza, cuya primera exigencia es la superación de los nacionalismos y regionalismos absurdos, rompiendo y trascendiendo fronteras geográficas, culturales, religiosas e históricas. Los hombres y mujeres que se dejan conducir por el Espíritu de Jesús ya no se fijan dónde nacieron sino por qué mundo optan. Parafraseando a nuestro querido y admirado amigo Pedro Casaldáliga, sentimos que hoy más que nunca, hemos de pensar mundialmente y actuar localmente. Nuestros sueños globales se hacen realidad en el compromiso concreto ahí donde vivimos. Estamos llamados a dar testimonio de esta esperanza como gente nueva que busca la construcción de la ciudadanía universal más allá de razas, culturas, lenguas o nacionalidad.

El apóstol Pablo señala que entre los seguidores del Señor Jesús:

“Ya no hay judío ni griego,

ya no hay esclavo ni libre,

ya no hay varón ni mujer,

porque todos somos uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28).

Lo que equivale a decir: ya no hay nacional o extranjero, negro o blanco, criollo, mestizo o indígena, latinoamericano, africano, europeo, asiático o de la Oceanía, porque la fe y el compromiso con el proyecto del reino de Dios nos transforman en hombres y mujeres nuevos, hermanos y compañeros de una misma esperanza, respetando y valorando la diversidad cultural. Entre los creyentes en Jesús, el Hombre Nuevo por excelencia, ya no hay diferencia por razón de cultura o lugar de nacimiento. La fe nos une a todos aquellos y aquellas que soñamos en otro mundo alternativo. Más aún, no sólo la fe, sino los valores humanos más profundos, comunes a todos los seres humanos, como son la honestidad, el respeto a la vida, la pasión por la verdad y la justicia, el diálogo y la tolerancia, el servicio, la solidaridad…, son el eslabón que nos hermana a todos los hombres y mujeres del mundo.

El Dios de todos los hombres y mujeres, de cristianos y no cristianos, de creyentes y no creyentes, nos desafía a globalizar la solidaridad, el derecho y la justicia, rompiendo muros y fronteras. Este desafío apunta a la utopía, el ideal de sociedad querido por Dios. Queremos soñar y describir imaginariamente el modelo de sociedad que deseamos.

Retomamos y adaptamos a la realidad de hoy la confesión de fe de Ibu Arabí, místico musulmán murciano del siglo XI:

Nuestro corazón acepta todas las creencias.

Es prado para gacelas y monasterio para monjes,

templo para mayas, incas, méxicas y bantúes

y kaaba para peregrinos del desierto,

montaña sinaítica de la ley mosaica,

libro del Corán y Biblia cristiana,

río sagrado de hindúes y monasterio tibetano.

Profesamos todas las creencias que buscan la justicia y la paz universal

desde nuestra inclaudicable identidad de discípulos

de Jesús de Nazaret a quien aceptamos como el Señor de la historia.

Sólo el amor es nuestra fe y nuestra religión.

Este es el sueño de tantos hombres y mujeres justos a lo largo de la historia, y el sueño de Dios para la humanidad que describe el profeta Isaías:

“He aquí que voy a crear unos cielos nuevos y una tierra nueva.

Ya no se recordará el pasado…

Ya no se oirán más llantos ni clamores…

El lobo habitará con el cordero y el leopardo se acostará con el cabrito.

Comerán juntos el becerro y el león y el niño pequeño jugará con la serpiente…

No se hará mal ni habrá corrupción,

ni habrá más daño ni destrucción, dice el Señor…

Las espadas se convertirán en arados y las lanzas en hoces…

Ninguna nación levantará la espada contra otra

y no se ejercitarán más para la guerra” (Is 65, 17-25; 11, 6-9; 2,4).

Hoy más que nunca es hora de “convertir las espadas en arados y las lanzas en hoces”. Cuando Dios creó el mundo soñó con una humanidad sin armas, sin ejércitos y sin guerras, pero la humanidad ha destruido el plan de Dios. Los países destinan una parte considerable de su presupuesto a la fabricación o compra de armas, mientras dos terceras partes de esta humanidad pasan hambre. El gasto en armamento sobrepasa los 980.000 millones de dólares al año.

Es tarea de todo hombre y mujer amante de la vida y de la paz oponerse a toda carrera de armamentos y a toda intervención militar e incidir en sus respectivos gobiernos para que abandonen esta absurda e inhumana política. Es por eso que rechazamos enérgicamente la guerra de Estados Unidos y sus aliados en Irak y nos oponemos a la OTAN porque es una iniciativa de los países poderosos para justificar el armamentismo y el control del mundo por medio de la fuerza militar.

Nuestra misión consiste en proyectar en la sociedad y al interior de la Iglesia la realización de “los cielos nuevos y la tierra nueva”, signo de la presencia del reino de Dios.

Si tenemos fe en la promesa de Dios y confianza en las posibilidades del ser humano, estamos obligados a creer que es posible construir una tierra distinta en la que cada hombre y mujer puedan vivir como seres humanos, con dignidad, y hermanos de toda la creación, con una conciencia nueva de que somos ciudadanos del mundo antes que de este o aquel país, de ésta o aquella región, con una actitud efectiva de solidaridad universal.

Rechazamos el fundamentalismo en todas sus formas, étnico-cultural, geográfico, político, religioso, que emana de complejos de superioridad o inferioridad, que sólo conducen al disgregacionismo, luchas de poder, divisiones y confrontaciones.

Creemos que el amor y la solidaridad no están condenados a la esterilidad sino que aún tienen posibilidad de engendrar un mundo nuevo. Si mueren los sueños muere la esperanza. Proclamamos que la solidaridad no tiene fronteras. Nuestra opción es por los empobrecidos del mundo con la esperanza de aproximarnos al ideal descrito por el profeta Isaías y Pablo: lograr un mundo justo y equitativo, en donde la paz brille como la luz (2 Cor 14,15).

En estos tiempos de la globalización se nos presenta el reto, como alternativa cada vez más desafiante, de ofrecer organizadamente una firme resistencia política, ética y espiritual al imperio neoliberal, para reconstruir la esperanza de los pobres y excluidos. Sin resistencia no hay esperanza. Resiste el que espera. Soñamos y esperamos una sociedad con equidad social, étnico-cultural y de género, una sociedad participativa, incluyente, con igualdad de oportunidades para todos y todas, solidaria, democrática, desmilitarizada y desarmada, que cuide con ternura la naturaleza y promueva el respeto a los derechos humanos y viva libre de ingerencias de las grandes potencias imperiales.

Esperamos la realización del sueño pendiente por el que muchos hombres y mujeres, a lo largo de la historia y a lo ancho de la tierra, derramaron su sangre. En la memoria, como un símbolo de todos los hombres y mujeres mártires, recordamos a Gandhi, Rosa de Luxemburgo, Emiliano Zapata, Bon Hoeffer, Patricio Lubumba, Ernesto Che Guevara, Luther King, Salvador Allende, Juan Alsina, Augusto Sandino, Carlos Fonseca, Enrique Angelelli, Camilo Torres, Héctor Gallego, Hermógenes López, Oscar Romero, Juan Gerardi, Hermano Roger de Taizè, Ignacio Ellacuría y su compañeros y compañeras de martirio…

La sangre de los mártires de la justicia, que derramaron su sangre por un mundo nuevo, nos compromete y estimula a continuar con la causa por la que ellos dieron su vida. Tenemos la certeza que el sacrificio de nuestros hermanos y hermanas que fueron víctimas de la injusticia, unida a la de Cristo, será semilla de un mundo nuevo. “La alegría que nos da el Reino es saber que aun en el terreno más árido e inhumano la flor de Dios nunca se seca”.

La resistencia al imperio neoliberal con la presencia arrolladora de compañías multinacionales, nace de la convicción de que la última palabra sobre la historia no la tiene los poderes de este mundo sino el Dios de la vida, que está al lado de los pobres, oprimidos y sufrientes, y de quienes sueñan con su proyecto de vida plena para todos.

El imperio tiene la fuerza, las armas, el dinero y el poder, pero le falta la Verdad, que la tiene las víctimas. La batalla no se va a librar mediante las armas, ni el dinero, ni por una revolución violenta, señala José María Vigil, sino por la fuerza de la razón contra la razón de la fuerza y la organización y unidad de los pobres de la tierra y de cuantos anhelan y luchan por otro mundo posible.

No podrá haber revolución social firme y duradera, que nos conduzca a una nueva sociedad, sin que se desarrolle al mismo tiempo una revolución de la conciencia, que implica:

-Conciencia social, que es conocimiento de la realidad y sensibilidad ante tanta injusticia que hace sufrir a los más empobrecidos.

-Conciencia crítica para analizar las causas estructurales de la realidad social, económica, política.

-Conciencia ética, que significa desterrar cualquier otro interés personal o grupal, sea de carácter económico o político en aras del desarrollo de la justicia social y el bien común. La conciencia ética, que es honradez, transparencia, autenticidad, pasión por la verdad, espíritu de servicio, es base para la revolución que hoy la humanidad necesita.

Asimismo, la globalización del capitalismo neoliberal nos desafía a conformar y fortalecer, sin protagonismos personales o grupales, una red mundial de solidaridad entre los pueblos del mundo, comenzando dentro del propio país. Esta red trataría de articular las distintas expresiones de solidaridad existentes tanto en el Norte como en el Sur.

Es hora de romper fronteras, abrir puertas y ventanas a los pueblos del mundo, con una actitud de respeto y diálogo, libres de resentimientos y prejuicios, apostando por la vida de las personas y de la naturaleza, y por una Iglesia abierta al Espíritu, renovada y renovadora, libre y liberadora, con sabor a profecía y a pueblo, incluyente y comunitaria.

El cambio del que el mundo está urgido exige hombres nuevos y mujeres nuevas. Los nuevos sujetos no nacen espontáneamente con las nuevas estructuras, como bien señala Pablo Richard, sino que hay que forjarlos al ritmo de la resistencia y de la lucha. Sólo los hombres y mujeres con profundidad ética y espiritual, de corazón solidario y conciencia universal y con un estilo de vida sencillo, austero, profético, servicial y profundamente humano, serán capaces de aportar al cambio estructural a nivel local, nacional, continental y mundial.

Hermanos y hermanos, esta es nuestra esperanza que hemos deseado compartir con vosotros, dando razón de ella.

Alguazas, abril 2008