Veinte años después y en el umbral de un nuevo milenio, la palabra de Monseñor Romero no ha perdido actualidad. Sus homilías nos siguen cuestionando y exigiendo, nos continúan dando ánimo y esperanza. Nadie que hoy lea o escuche sus homilías puede quedar indiferente. Y es que la palabra de Monseñor Romero, como la palabra del Evangelio, no pierde vigencia porque es una palabra profética, el «resonar de Dios» en el pueblo de El Salvador.
En esta ocasión presentamos una selección de textos de sus homilías. Son 365 textos, uno para cada día del año. Y es que este libro quiere ser un libro para la meditación diaria, para que Monseñor Romero nos acompañe a lo largo del año. Él mismo, en una ocasión, nos propuso viajar a esa «celda íntima» de nuestra conciencia para encontrarnos con nosotros mismos y con Dios, para luego ir al encuentro de nuestro pueblo pobre. Si Monseñor Romero fue capaz de pronunciar palabras tan claras, de amar a los pobres y ofrecer su propia vida, fue porque siempre, por más ocupado que estuviese, dedicaba su tiempo a la meditación y oración personal. ¿Por qué no hacer nosotros lo mismo? Y qué mejor, que guiados por su propia palabra.
Los textos seleccionados están tomados de la primera edición de las homilías de Monseñor Romero que en su ocasión publicara el arzobispado de San Salvador: Monseñor Óscar A. Romero, su pensamiento (8 volúmenes). Al final de cada texto indicamos el volumen y la página de donde fue transcrito el fragmento. Para las personas que deseen profundizar en el pensamiento de Monseñor Romero, les recomendamos la lectura de sus homilías y cartas pastorales.
«Hermanos, guarden este tesoro. No es mi pobre palabra la que siembra esperanza y fe; es que yo no soy más que el humilde resonar de Dios en este pueblo» (Homilía 2 de octubre de 1977, I-II p. 261). Cuidemos, pues, este tesoro, esta gran herencia que nos dejó. Hagamos vida su palabra en nuestras vidas, seamos humanos y cristianos como lo fue Monseñor y edifiquemos un país como él lo soñó.
La persecución es algo necesario en la Iglesia. ¿Saben porqué? Porque la verdad siempre es perseguida. Jesucristo lo dijo: «Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros». Y por eso, cuando un día le preguntaron al Papa León XIII, aquella inteligencia maravillosa de principios de nuestro siglo, cuáles son las notas que distinguen a la Iglesia católica verdadera, el Papa dijo ya las cuatro conocidas: una, santa, católica y apostólica. «Agreguemos otras -les dice el Papa-, perseguida». No puede vivir la Iglesia que cumple con su deber sin ser perseguida (Homilía 29 de mayo de 1977, I-II p. 73).
Ya les dije un día la comparación sencilla del campesino: «Monseñor, cuando uno mete la mano en una olla de agua con sal, si la mano está sana no le sucede nada; pero si tiene una heridita ¡ay! ahí le duele». La Iglesia es la sal del mundo y naturalmente que donde hay heridas tiene que arder esa sal (Homilía 29 de mayo de 1977, I-II p. 74).
Es necesario un pluralismo sano. No queramos cortarlos a todos con la misma medida. No es uniformidad, que es distinto de unidad. Unidad quiere decir pluralidad, pero respeto de todos al pensamiento de los otros, y entre todos crear una unidad que es mucho más rica que mi sólo pensamiento (Homilía 29 de mayo de 1977, I-II p. 75).
Cuando Cristo confesó que él era el Hijo de Dios, lo tomaron por blasfemo y lo sentenciaron a muerte. Y la Iglesia sigue confesando que Cristo es el Señor, que no hay otro Dios. Y cuando los hombres están de rodillas ante otros dioses, les estorba que la Iglesia predique a este único Dios. Por eso choca la Iglesia ante los ídolos del poder, ante los idólatras del dinero, ante los que hacen de la carne un ídolo, ante los que piensan que Dios sale sobrando, que Cristo no hace falta, que se valen de las cosas de la tierra: ídolos. Y la Iglesia tiene el derecho y el deber de derribar todos los ídolos y proclamar que sólo Cristo es el Señor (Homilía 19 de junio de 1977, I-II pp. 91-92).
Yo creo que hemos mutilado mucho el evangelio. Hemos tratado de vivir un Evangelio muy cómodo, sin entregar nuestra vida, solamente de Piedad, únicamente un evangelio que nos contentaba a nosotros mismos (Homilía 19 de junio de 1977, I-II p. 99).
Yo comprendo que es duro perdonar después de tantos atropellos; y sin embargo, esta es la palabra del Evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y persiguen, sed perfectos como vuestro Padre celestial, que hace llover su lluvia e iluminar con su sol a los campos de los buenos y de los malos». Que no haya resentimientos en el corazón (Homilía 19 de junio de 1977, I-II p. 101).
Seremos firmes, sí, en defender nuestros derechos, pero con un gran amor en el corazón. Porque el defender así, con amor, estamos buscando también la conversión de los pecadores. Esa es la venganza del cristiano (Homilía 19 de junio de 1977, I-II p. 101).
Vivimos muy afuera de nosotros mismos. Son pocos los hombres que de veras entran dentro de sí, y por eso hay tantos problemas... En el corazón de cada hombre hay como una pequeña celda íntima, donde Dios baja a platicar a solas con el hombre. Y es allí donde el hombre decide su propio destino, su propio papel en el mundo. Si cada hombre de los que estamos tan emproblemados, en este momento entráramos en esta pequeña celda y, desde allí, escucháramos la voz del Señor, que nos habla en nuestra propia conciencia, cuánto podríamos hacer cada uno de nosotros por mejorar el ambiente, la sociedad, la familia en que vivimos (Homilía 10 de julio de 1977, 111 pp. 122-123).
En la parábola del buen samaritano tenemos la condenación de todo aquél que piensa honrar a Dios y se olvida del prójimo: ni el sacerdote, ni el levita, ni ningún hombre que por ir a Misa, por ir a adorar a Dios, por estar pensando en Dios se olvida de las necesidades del prójimo (Homilía 10 de julio de 1977, I-II p. 127).
No se puede cosechar lo que no se siembra. ¿Cómo vamos a cosechar amor en nuestra República, si sólo sembramos odio? (Homilía 10 de julio de 1977, I-II p. 128).
El cristiano no debe tolerar que el enemigo de Dios, el pecado, reine en el mundo. El cristiano tiene que trabajar para que el pecado sea marginado y el reino de Dios se implante. Luchar por esto no es comunismo. Luchar por esto no es meterse en política. Es simplemente el Evangelio que le reclama al hombre, al cristiano de hoy, más compromiso con la historia (Homilía 16 de julio de 1977, I-II p. 133).
¿Qué es el pecado? El pecado es la muerte de Dios. Es lo que hizo capaz de llevar a Dios hasta morir en una cruz, porque sólo así se puede perdonar. El pecado es el atropello a la ley de Dios. Es pisotear el designio de Dios. El pecado es irrespeto a lo que Dios quiere (Homilía 24 de julio de 1977, I-II p. 140).
Los hombres no comprenden su dignidad y no se promueven. Y viven un conformismo que verdaderamente es opio del pueblo. Esto hay mucho, hermanos. Los ricos que no piensen que ellos sólo son los culpables del pecado social. También los perezosos, también los marginados que no luchan por conocer su dignidad y trabajar por ser mejor. Todo aquél que se adormece y está tranquilo, como que otros le realicen su propio destino, está pecando también (Homilía 24 de julio de 1977, I-II p. 141).
La Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo. Esta es la voz de la Iglesia, hermanos. Y mientras no se le deje libertad de clamar estas verdades de su Evangelio, hay persecución. Y se trata de cosas sustanciales, no de cosas de poca importancia. Es cuestión de vida o muerte para el reino de Dios en esta tierra (Homilía 24 de julio de 1977, I-II p. 142).
La oración es la cumbre del desarrollo humano. El hombre no vale por lo que tiene, sino por lo que es. Y el hombre es, cuando se encara con Dios y comprende qué maravillas ha hecho Dios consigo. Dios ha creado un ser inteligente, capaz de amar, libre (Homilía 24 de julio de 1977, I-II p. 143).
Trascendencia es una palabra que quiere significar la perspectiva hacia lo eterno, hacia Dios, hacia lo divino. Sólo cuando se mira el mundo, las cosas, las riquezas, la tierra, hacia Dios que les dio origen, las cosas tienen sentido. Cuando miramos las cosas, las riquezas y los bienes de la tierra sin tener en cuenta a Dios, las cosas se hacen vanas (Mensaje radiofónico 31 de julio de 1977, I-II p. 148).
No hay crimen que se quede sin castigo. El que a espada hiere, a espada muere, ha dicho la biblia. Todos estos atropellos del poder de la patria no se pueden quedar impunes (Homilía 7 de agosto de 1977, I-II p. 164).
Dios no camina por allí, sobre charcos de sangre y de torturas. Dios camina sobre caminos limpios de esperanza y de amor (Homilía 7 de agosto de 1977, I-II p. 165).
Antiguamente había sanción social. Y dicen que la gente que llegaba a un casino tenía tanto sentido de su nobleza que, si llegaba un asesino o un ladrón, aunque aparentemente fuera un gran señor, no se le daba la mano, porque al estrechar la mano es señal de que estamos de acuerdo plenamente. Ojalá resurgiera ese sentido noble de la sanción social y reclamáramos a aquellos que no están de acuerdo con los proyectos de Dios, respetarles su modo de pensar, pero saber que no está construyendo la verdadera paz (Homilía 14 de agosto de 1977, I-II p. 173).
El profeta tiene que ser molesto a la sociedad, cuando la sociedad no está con Dios (Homilía 14 de agosto de 1977, I-II p. 174).
Entre los acontecimientos de esta semana, sin duda que son muchos, pero puedo destacar con un sentido de gratitud la celebración de mi cumpleaños, donde he comprendido una vez más que mi vida no me pertenece a mí, sino a ustedes (Homilía 21 de agosto de 1977, I-II p. 182).
Si uno vive un cristianismo que es muy bueno, pero que no encaja con nuestro tiempo, que no denuncia las injusticias, que no proclama el reino de Dios con valentía, que no rechaza el pecado de los hombres, que consiente, por estar bien con ciertas clases, los pecados de esas clases, no está cumpliendo su deber, está pecando, está traicionando su misión. La Iglesia está puesta para convertir a los hombres, no para decirles que está bien todo lo que hacen; y por eso, naturalmente, cae mal. Todo aquél que nos corrige, nos cae mal. Yo sé que he caído mal a mucha gente, pero sé que he caído muy bien a todos aquéllos que buscan sinceramente la conversión de la Iglesia (Homilía 21 de agosto de 1977, I-II p. 190).
Queremos ser la voz de los que no tienen voz para gritar contra tanto atropello contra los derechos humanos. Que se haga justicia, que no se queden tantos crímenes manchando a la patria, al ejército. Que se reconozca quiénes son los criminales y que se dé justa indemnización a las familias que quedan desamparadas (Homilía 28 de agosto de 1977, I-II p. 192).
Jamás me he creído líder de ningún pueblo, porque no hay más que un líder: Cristo Jesús. Jesús es la fuente de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo (Homilía 28 de agosto de 1977, I-II p. 199).
Ahora la Iglesia no se apoya en ningún poder, en ningún dinero. Hoy la Iglesia es pobre. Hoy la Iglesia sabe que los poderosos la rechazan, pero que la aman los que sienten en Dios su confianza... Esta es la Iglesia que yo quiero. Una Iglesia que no cuente con los privilegios y las valías de las cosas de la tierra. Una Iglesia cada vez más desligada de las cosas terrenas, humanas, para poderlas juzgar con mayor libertad desde su perspectiva del Evangelio, desde su pobreza (Homilía 28 de agosto de 1977, I-II p. 200).
¿Qué otra cosa es la riqueza cuando no se piensa en Dios? Un ídolo de oro, un becerro de oro. Y lo están adorando, se postran ante él, le ofrecen sacrificios. ¡Qué sacrificios enormes se hacen ante la idolatría del dinero! No sólo sacrificios, sino iniquidades. Se paga para matar. Se paga el pecado. Y se vende. Todo se comercializa. Todo es lícito ante el dinero (Homilía 11 de septiembre de 1977, I-II p. 214).
Cuando la Iglesia se llama la Iglesia de los pobres, no es porque esté consintiendo esa pobreza pecadora. La Iglesia se acerca al pecador pobre para decirle: Conviértete, promuévete, no te adormezcas. Y esta misión de promoción, que la Iglesia está llevando a cabo, también estorba. Porque a muchos les conviene tener masas adormecidas, hombres que no despierten, gente conformista, satisfecha con las bellotas de los cerdos. La Iglesia no está de acuerdo con esa pobreza pecadora. Sí, quiere la pobreza. Pero la pobreza digna, la pobreza que es fruto de una injusticia y lucha por superarse, la pobreza digna del hogar de Nazaret, José y María eran pobres, pero qué pobreza más santa, qué pobreza más digna. Gracias a Dios tenemos pobres también de esta categoría entre nosotros. Y desde esta categoría de pobres dignos, pobres santos, proclama Cristo: Bienaventurados los que tienen hambre, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que tienen sed de justicia. Desde allí clama la Iglesia también, siguiendo el ejemplo de Cristo, que es esa pobreza la que va a salvar al mundo. Porque ricos y pobres tienen que hacerse pobres desde la pobreza evangélica, no desde la pobreza que es fruto del desorden y del vicio; sino desde la pobreza que es desprendimiento, que es esperarlo todo de Dios, que es voltearle la espalda al becerro de oro para adorar al único Dios, que es compartir la felicidad de tener con todos los que no tienen, que es la alegría de amar (Homilía 11 de septiembre de 1977, I-II p. 216).
Estas desigualdades injustas, estas masas de miseria que claman al cielo, son un antisigno de nuestro cristianismo. Están diciendo ante Dios que creemos más en las cosas de la tierra que en la alianza de amor que hemos firmado con Él, y que por alianza con Dios todos los hombres debemos sentirnos hermanos... El hombre es tanto más hijo de Dios cuanto más hermano se hace de los hombres, y es menos hijo de Dios cuanto menos hermano se siente del prójimo (Homilía 18 de septiembre de 1977, I-II p. 225).
Es cierto que me he andado yo por El Jicarón, por El Salitre y muchos otros cantones; y me glorío de estar en medio de mi pueblo y sentir el cariño de toda esa gente que mira en la Iglesia, a través de su obispo, la esperanza (Homilía 25 de septiembre de 1977, I-II p. 235).
Los corazones no quieren oír ni aunque sea un muerto el que les venga a decir: estamos muy mal en El Salvador. Esta figura tan fea de nuestra patria no es necesario pintarla bonita allá afuera. Hay que hacerla bonita aquí adentro, para que resulte bonita allá afuera también. Pero mientras haya madres que lloran la desaparición de sus hijos, mientras haya torturas en nuestros centros de seguridad, mientras haya abuso de sibaritas en la propiedad privada, mientras haya ese desorden espantoso, hermanos, no puede haber paz, y seguirán sucediendo los hechos de violencia y sangre. Con represión no se acaba nada. Es necesario hacerse racional y atender la voz de Dios, y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo lo demás son parches. Los nombres de los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente (Homilía 25 de septiembre de 1977, I-II p. 240).
De Dios nadie se ríe. Su ley imperará para siempre. Y este Dios, que es amor para nosotros, se convierte en justicia cuando no se ha sabido captar la invitación del amor... Dios espera, pero cuando ya la paciencia de Dios termina en el amor, comienza su justicia. Hermanos, no es volver a la Edad Media al hablar del infierno. Es poner frente a los ojos la justicia de Dios, de la cual nadie se ríe. Organicemos a tiempo nuestra patria. Organicemos los bienes que Dios nos ha dado para la felicidad de todos los salvadoreños. Hagamos de esta república una bella antesala del paraíso del Señor, y tendremos la dicha de ser recibidos como el pobre Lázaro (Homilía 25 de septiembre de 1977, I-II pp. 242-243).
Estoy recibiendo muchos anónimos verdaderamente groseros. Sepan, hermanos, que la posición que he tomado está a base de conciencia. No es sólo de presiones, como se dice; sino simplemente el deber de un pastor que siente la alegría, al mismo tiempo que la angustia, de vivir con su pueblo. Y desde el pueblo, fiel a la voluntad de Dios, caminar por un camino que sea verdaderamente el camino del Señor (Homilía 9 de octubre de 1977, I-II pp. 265-266).
Las masas de miseria, dijeron los obispos en Medellín, son un pecado, una injusticia que clama al cielo. La marginación, el hambre, el analfabetismo, la desnutrición y tantas otras cosas miserables que se entran por todos los poros de nuestro ser, son consecuencias del pecado. Del pecado de aquéllos que lo acumulan todo y no tienen para los demás. Y también del pecado de los que, no teniendo nada, no luchan por su promoción; son conformistas, haraganes, no luchan por promoverse. Pero muchas veces no luchan, no por su culpa; es que hay una serie de condicionamientos, de estructuras, que no los dejan progresar. Es un conjunto, pues, de pecado mutuo (Homilía 9 de octubre de 1977, I-II p. 266).
Me duele esa calumnia cuando dicen que yo quiero ser obispo sólo de una clase y desprecio a otra clase. No, hermanos. Trato de tener un corazón ancho como el de Cristo, imitarlo en algo para llamar a todos a esta palabra que salva, para que todos nos convirtamos, yo el primero, nos convirtamos a esta palabra que exhorta, que anima, que eleva (Homilía 16 de octubre de 1977, I-II p. 282).
El mal es muy profundo en El Salvador, y si no se toma de lleno su curación, siempre estaremos -como hemos dicho- cambiando de nombres, pero siempre el mismo mal (Homilía 23 de octubre de 1977, I-II p. 285).
Además de la lectura de la biblia, que es palabra de Dios, un cristiano fiel a esa palabra tiene que leer también los signos de los tiempos, los acontecimientos, para iluminarlos con esa palabra (Homilía 30 de octubre de 1977, I-II p. 295).
El pastor tiene que estar donde está el sufrimiento (Homilía 30 de octubre de 1977, I-II p. 296).
Yo quiero recordar aquí a nuestros queridos hermanos catequistas. Sería imposible enumerarlos; pero recordemos por ejemplo a Filomena Puertas, a Miguel Martínez, a tantos otros, queridos hermanos, que han trabajado, que han muerto, y que en la hora de su dolor, de su agonía dolorosa, mientras los despellejaban, mientras los torturaban y daban su vida, mientras eran ametrallados, subieron al cielo. ¡Y están allá victoriosos! ¿Quién ha vencido? Como la biblia, podemos preguntar a los que los mataron y a los que siguen persiguiendo a los cristianos: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? La victoria es la de la fe. Han salido victoriosos los matados por la justicia (Homilía 30 de octubre de 1977, I-II pp. 300-301).
Bienaventurados los liberadores que ponen su fuerza no en las armas, no en el secuestro, no en la violencia ni en el dinero, sino que saben que la liberación tiene que venir de Dios; que será la conjugación maravillosa del poder liberador de Dios y del esfuerzo cristiano de los hombres (Homilía 30 de octubre de 1977, I-II p. 303).
No teman los conservadores, sobre todo aquéllos que no quisieran que se hablara de la cuestión social, de los temas espinosos, que hoy necesita el mundo. No teman que los que hablamos de estas cosas nos hayamos hecho comunistas o subversivos. No somos más que cristianos, sacándole al Evangelio las consecuencias que hoy, en esta hora, necesita la humanidad, nuestro pueblo (Homilía 30 de octubre de 1977, I-II p. 304).
El destino del hombre no es tener mucho dinero, tener mucho poder, ser muy vistoso, sino saber cumplir la voluntad de Dios (Homilía 6 de noviembre de 1977, I-II p. 307).
Lean el capítulo 7 del segundo libro de los Macabeos. Allí tienen una teología del martirio. Una teología que hoy necesita mucho nuestro pueblo. La teología del testimonio de fidelidad a la ley de Dios antes que obedecer a los que profanan la ley del Señor, los derechos del Señor. Sacando el conjunto de las respuestas de los siete niños o hijos, unos eran más grandes, se concluye que [en] el pensamiento de Israel privaban estas ideas: hay que obedecer la ley de Dios aun cuando suponga el riesgo de morir (Homilía 6 de noviembre de 1977, I-II p. 310).
El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, de prohibiciones. Así resulta muy repugnante. El cristianismo es una persona que me amó tanto que reclama mi amor. El cristianismo es Cristo (Homilía 6 de noviembre de 1977, I-II p. 312).
Ayer supe allá, por Santiago de María, que ya, según algunos amigos míos, yo he cambiado, que yo ahora predico la revolución, el odio, la lucha de clases, que soy comunista. A ustedes les consta cuál es el lenguaje de mi predicación. Un lenguaje que quiere sembrar esperanza, que denuncia, sí, las injusticias de la tierra, los abusos del poder, pero no con odio, sino con amor, llamando a conversión (Homilía 6 de noviembre de 1977, I-II p. 313).
Existen, pues dos violencias. La que está oprimiendo de arriba, políticamente, económicamente, y la que reacciona contra esa violencia. «Los dos aspectos -continua el Vaticano diciendo- pueden ser difíciles de separar, y la injusticia puede ser recíproca». En las dos puede haber injusticia. Evidentemente, -son palabras del Vaticano- hay injusticia en la primera violencia». O sea, que aquí el documento de la Santa Sede llama injusta a esa situación de opresión, de represión, de querer tener más, de querer ser poderosos aún reprimiendo a los débiles. «Evidentemente en el primer caso vale, pero también con frecuencia en el segundo». Nunca voy a defender yo, ni nadie católico puede defender, la injusta violencia, aunque proceda del más oprimido. Siempre sera una injusticia si traspasa los límites de la ley de Dios (Homilía 13 de noviembre de 1977, I-II p. 316).
Me da mucho gusto pertenecer a esta Iglesia que está despertando la conciencia del campesino, del obrero, no para hacerlo subversivo -ya hemos dicho que la violencia pecadora no es buena-, sino para que sepa ser sujeto de su propio destino, que no sea más una masa dormida, que sean hombres que sepan pensar, que sepan exigir. Esta es gloria de la Iglesia, y de ninguna manera se avergüenza cuando se la quiere confundir con otras ideologías, porque ya se ve que es calumnia, que es querer echar humo para confundir y para desprestigiar este papel promotor de la Iglesia (Homilía 13 de noviembre de 1977, I-II pp. 317-318).
Hermanos, ¿quieren saber si su cristianismo es auténtico? Aquí está la piedra de toque. ¿Con quiénes estás bien? ¿Quiénes te critican? ¿Quiénes no te admiten? ¿Quiénes te halagan? Conoce allí que Cristo dijo un día: No he venido a traer la paz sino la división, y habrá división hasta en la misma familia, porque unos quieren vivir más cómodamente, según los principios del mundo, del poder y del dinero, y otros, en cambio, han comprendido el llamamiento de Cristo y tienen que rechazar todo lo que no puede ser justo en el mundo (Homilía 13 de noviembre de 1977, I-II p. 323).
Hermanos, el diálogo no se debe caracterizar por ir a defender lo que uno lleva. El diálogo se caracteriza por la pobreza: ir pobre para encontrar entre los dos la verdad, la solución. Si las dos partes de un conflicto van a defender sus posiciones, solamente saldrán como han entrado (Homilía 20 de noviembre de 1977, I-II p. 330).
Hermanos, no nos debe de extrañar cuando se habla de Iglesia perseguida. Muchos se escandalizan y dicen que estamos exagerando, que no hay Iglesia perseguida. ¡Pero si es la nota histórica de la Iglesia! Siempre tiene que ser perseguida. Una doctrina que va contra las inmoralidades, que predica contra los abusos, que va siempre predicando el bien y atacando el mal, es una doctrina puesta por Cristo para santificar los corazones, para renovar las sociedades. Y, naturalmente, cuando en esa sociedad o en ese corazón hay pecado, hay egoísmo, hay podredumbres, hay envidias, hay avaricias, pues el pecado salta, como la culebra cuando tratan de apelmazarla, y persigue al que trata de perseguir el mal, el pecado. Por eso, cuando la Iglesia es perseguida es señal de que está cumpliendo su misión (Homilía 25 de noviembre de 1977, I-II p. 339).
Primero la persecución trata de halagar, de domesticar; y cuando uno se doblega ante estos halagos, pues no hay necesidad de perseguirlo, ya está vencido. Por eso, mucho cuidado, queridos hermanos, no se dejen halagar. Cuando el halago viene del pecado, y cuando se trata de no molestarse, de no sacrificarse, de estar bien, de instalarse cómodamente en la tierra, eso es malo, porque entonces ya uno se hizo también perseguidor (Homilía 25 de noviembre de 1977, I-II p, 340).
La palabra es fuerza. La palabra, cuando no es mentira, lleva la fuerza de la verdad. Por eso hay tantas palabras que no tienen fuerza ya en nuestra patria, porque son palabras mentira, porque son palabras que han perdido su razón de ser (Homilía 25 de noviembre de 1977, I-II p. 342).
La palabra que a muchos molesta, la liberación, es una realidad de la redención de Cristo. La liberación quiere decir la redención de los hombres, no sólo después de la muerte para decirles «confórmense mientras viven». No. Liberación quiere decir que no exista en el mundo la explotación del hombre por el hombre. Liberación quiere decir redención que quiere libertar al hombre de tantas esclavitudes. Esclavitud es el analfabetismo. Esclavitud es el hambre, por no tener con qué comprar comida. Esclavitud es la carencia de techo, no tener donde vivir. Esclavitud, miseria, todo eso va junto (Homilía 25 de noviembre de 1977, I-II p. 342).
No podemos segregar la palabra de Dios de la realidad histórica en que se pronuncia, porque no sería ya palabra de Dios, sería historia, sería libro piadoso, una biblia que es libro de nuestra biblioteca. Pero se hace palabra de Dios ilumina, contrasta, repudia, porque alaba lo que se está haciendo hoy en nuestra sociedad (Homilía 27 de noviembre de 1977, III p. 2).
Un Evangelio que no tiene en cuenta los derechos de los hombres, un cristianismo que no construye la historia de la tierra, no es la auténtica doctrina de Cristo, sino simplemente instrumento del poder. Lamentamos que en algún tiempo nuestra Iglesia también haya caído en ese pecado; pero queremos revisar la actitud y, de acuerdo con esa espiritualidad auténticamente evangélica, no queremos ser juguete de los poderes de la tierra, sino que queremos ser la Iglesia que lleva el evangelio auténtico, valiente, de nuestro Señor Jesucristo, aun cuando fuera necesario morir como Él, en una cruz (Homilía 27 de noviembre de 1977, III p. 6).
Yo tengo la conciencia muy tranquila de que jamás he incitado a la violencia. Todos esos campos pagados y esas calumnias y esas voces de radio gritando contra el obispo revolucionario son calumnias, porque mi voz no se ha manchado nunca con un grito de resentimiento ni de rencor. Grito fuerte contra la injusticia pero para decirle a los injustos: ¡Conviértanse! Grito en nombre del dolor para decirle a los criminales: ¡Conviértanse! ¡No sean malos! (Homilía 1 de diciembre de 1977, III p. 15).
María, hermanos, es el símbolo del pueblo que sufre opresión, injusticia, porque es el dolor sereno que espera la hora de la resurrección, es el dolor cristiano, el de la Iglesia que no está de acuerdo con las injusticias actuales, pero sin resentimientos, esperando la hora en que el Resucitado volverá para darnos la redención que esperamos(Homilía 1 de diciembre de 1977, III, p. 17).
Hermanos, la Iglesia no es ilusa. La Iglesia espera con seguridad la hora de la redención. Esos desaparecidos, aparecerán. El dolor de estas madres se convertirá en Pascua. La angustia de este pueblo que no sabe a donde va en medio de tanta angustia, será Pascua de resurrección si nos unimos a Cristo, esperamos en Él (Homilía 1 de diciembre de 1977, III p. 17).
Dicen muchas veces: «Por qué en tal iglesia, en tal parte, no hay problemas». No puede haber problemas si estamos hablando de las estrellas, hablando de las cosas que no tocan los problemas que ejercitan nuestra paciencia, nuestra fortaleza, nuestro compromiso de hoy en la historia (Homilía 4 de diciembre de 1977, III p. 19).
La palabra de Dios, según san Pablo, tiene que ser una palabra que arranque de la eterna antigua palabra de Dios pero que toque la llaga presente, las injusticias de hoy, los atropellos de hoy, y esto es lo que crea problemas. Esto ya es decir: «La Iglesia se está metiendo en política, la Iglesia se está metiendo a comunista». ¡Ya aburren con esa acusación! Ténganlo en cuenta de una vez: no se mete en política, sino que es la palabra como el rayo de sol que viene desde las alturas e ilumina. ¿Qué culpa tiene el sol de encontrar, su luz purísima, charcos, estiércol, basura en la tierra? Tiene que iluminarlo, si no, no sería sol, no sería luz, no descubriría lo feo, lo horrible que existe en la tierra; así como también ilumina la belleza de las flores y le da el encanto a la naturaleza. La palabra de Dios también, hermanos, por una parte ilumina lo horrible, lo feo, lo injusto de la tierra y alienta el corazón bueno, los corazones que, gracias a Dios, abundan (Homilía 4 de diciembre de 1977, III p. 20).
Buenas obras, corazones cristianos, verdadera justicia, caridad, eso es lo que busca Dios en la religión. Una religión de misa dominical pero de semanas injustas, no agrada al Señor. Una religión de mucho rezo pero con hipocresía en el corazón, no es cristiana. Una Iglesia que se instalara sólo para estar bien, para tener mucho dinero, mucha comodidad, pero que olvidara el reclamo de las injusticias, no sería la verdadera Iglesia de nuestro divino Redentor (Homilía 4 de diciembre de 1977, III pp. 25-26).
Ya me duele mucho el alma de saber cómo se tortura a nuestra gente, de saber cómo se atropellan los derechos de la imagen de Dios. No debía de haber eso. Es que el hombre sin Dios es una fiera. El hombre sin Dios es un desierto. Su corazón no tiene flores de amor, su corazón no es más que el perverso perseguidor de los hermanos (Homilía 5 de diciembre de 1977, III p. 30).
Queridos hermanos, que no vaya a ser falso el servicio de ustedes desde la palabra de Dios. Que es muy fácil ser servidores de la palabra sin molestar al mundo. Una palabra muy espiritualista, una palabra sin compromiso con la historia, una palabra que puede sonar en cualquier parte del mundo porque no es de ninguna parte del mundo; una palabra así no crea problemas, no origina conflictos. Lo que origina los conflictos, las persecuciones, lo que marca a la Iglesia auténtica es cuando la palabra quemante, como la de los profetas, anuncia al pueblo y denuncia: las maravillas de Dios para que las crean y las adoren, y los pecados de los hombres, que se oponen al reino de Dios, para que lo arranquen de sus corazones, de sus sociedades, de sus leyes, de sus organismos que oprimen, que aprisionan, que atropellan los derechos de Dios y de la humanidad (Homilía l0 de diciembre de 1977, III p. 45).
La liberación que la Iglesia espera es una liberación cósmica. La Iglesia siente que es toda la naturaleza la que está gimiendo bajo el peso del pecado. ¡Qué hermosos cafetales, qué bellos cañales, qué lindas algodoneras, qué fincas, qué tierras, las que Dios nos ha dado! ¡Qué naturaleza más bella! Pero cuando la vemos gemir bajo la opresión, bajo la iniquidad, bajo la injusticia, bajo el atropello, entonces duele a la Iglesia y espera una liberación que no sea sólo el bienestar material, sino que sea el poder de un Dios que librará de las manos pecadoras de los hombres una naturaleza que, junto con los hombres redimidos, va a cantar la felicidad en el Dios liberador (Homilía 11 de diciembre de 1977, III p. 56).
Hermanos, no contemos la Iglesia por la cantidad de gente, ni contemos la Iglesia por sus edificios materiales. La Iglesia ha construido muchos templos, muchos seminarios, muchos edificios, las paredes materiales aquí se quedarán, en la historia. Lo que importa son ustedes, los hombres, los corazones, la gracia de Dios dándoles la verdad y la vida de Dios. No se cuenten por muchedumbres, cuéntense por la sinceridad del corazón con que siguen esta verdad y esta gracia de nuestro Divino Redentor (Homilía 19 de diciembre de 1977, pp. 84-85).
Salvadoreños, llamamiento de la Virgen a ser como ella: amad a vuestra patria, estudiad vuestra historia, conoced vuestra idiosincrasia, sed salvadoreños profundamente. Quizá no tenemos todos la culpa de no amar tan entrañablemente nuestra patria como María amó a su patria. La vemos a veces tan fea, nos sentimos tan desubicados en nuestra propia patria, que muchos prefieren mejor irse a otros lados. No sienten el hogar, no sienten la tradición, no sienten la alegría de la propia sangre, de sus paisajes, de la propia belleza de su tierra, ¡y es tan bonito El Salvador! (Homilía 1 de enero de 1978, III pp. 122-123).
Quiere Dios salvarnos en pueblo. No quiere una salvación aislada. De ahí que la Iglesia de hoy, más que nunca, está acentuando el sentido de pueblo. Y por eso la Iglesia sufre conflictos. Porque la Iglesia no quiere masa, quiere pueblo. Masa es el montón de gente cuanto más adormecidos, mejor; cuanto más conformistas, mejor. La Iglesia quiere despertar a los hombres el sentido de pueblo. ¿Qué es pueblo? Pueblo es una comunidad de hombres donde todos conspiran al bien común (I Homilía 5 de enero de 1978, III pp. 151-152).
Predicación que no denuncia el pecado, no es predicación del Evangelio. Predicación que contenta al pecador para que se afiance en su situación de pecado, está traicionando el llamamiento del Evangelio. Predicación que no molesta al pecador sino que lo adormece en el pecado es dejar a Zabulón y Neftalí en su sombra de pecado. Predicación que despierta, predicación que ilumina, como cuando se enciende una luz y alguien está dormido, naturalmente que lo molesta, pero lo ha despertado. Esta es la predicación de Cristo: despertad, convertíos. Esta es la predicación auténtica de la Iglesia. Naturalmente, hermanos, que una predicación así tiene que encontrar conflicto, tiene que perder prestigios mal entendidos, tiene que molestar, tiene que ser perseguida. No puede estar bien con los poderes de las tinieblas y del pecado (Homilía 22 de enero de 1978, III p. 164).
Cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz de la fe. No hacer el bien por filantropía. Hay muchas agrupaciones que hacen el bien, pero para salir en el periódico, para que se ponga una placa de un gran bienhechor. Hay muchos que hacen el bien buscando aplausos en la tierra. Lo que busca la Iglesia es llamar a todos a la justicia y al amor fraterno, es el bien de la persona que hace el bien, porque se hace más bien el benefactor que el beneficiado. «Entonces clamarás al Señor y te responderá; gritarás y te dirá: Aquí estoy». ¿Qué más queremos hermanos? (Homilía 5 de febrero de 1978, III p. 189).
Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos: todo aquél que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios. «Clamarás al Señor y te escuchará». La religión no consiste en mucho rezar. La religión consiste en esa garantía de tener a mi Dios cerca de mí porque le hago el bien a mis hermanos. La garantía de mi oración no es el mucho decir palabras, la garantía de mi plegaria está muy fácil de conocer: ¿cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios (Homilía 5 de febrero de 1978, III p. 189).
Es una historia tan densa la de El Salvador, queridos hermanos, que nunca se agota. Cada domingo encontramos hechos que están pidiendo la luz de la palabra del Señor. Y el verdadero cristiano en El Salvador no puede prescindir de estas realidades, a no ser que quiera profesar un cristianismo aéreo, sin realidades en la tierra, un cristianismo sin compromisos, espiritualista. Y así es muy fácil ser cristiano, desencarnado, desentendido de las realidades que viven. Pero vivir ese Evangelio, que por orden del Padre eterno tenemos que escuchar de Cristo, «A Él escuchadle», vivirlo en el marco real de nuestra existencia, eso es lo difícil, eso es lo que crea conflictos, pero es lo que hace auténtica la predicación del Evangelio y la vida de cada cristiano (Homilía 19 de febrero de 1978, IV p. 28).
A mí me da miedo, hermanos, cuando leyes represivas o actitudes violentas están quitando el escape legítimo de un pueblo que necesita manifestarse. ¿Qué sucede con la caldera que está hirviendo y no tiene válvulas de escape? Puede estallar. Todavía es tiempo de dar a la voz de nuestra gente la manifestación que ellos desean. Con tal de que haya, al mismo tiempo, la justicia que regula. Porque naturalmente, hermanos, cuando defendemos estas justas aspiraciones no estamos parcializándonos con reclamos terroristas. La Iglesia no está de acuerdo con la violencia de ninguna forma, ni la que brota como fruto de la represión ni la que reprime en formas tan bárbaras. Simplemente llama a entenderse, a dialogar, a la justicia, al amor (Homilía 19 de marzo de 1978, IV p. 79).
Sentimos en el Cristo de la semana santa, con su cruz a cuestas, que es el pueblo que va cargando también su cruz. Sentimos en el Cristo de los brazos abiertos y crucificados, al pueblo crucificado; pero que desde Cristo, un pueblo que crucificado y humillado, encuentra su esperanza (Homilía 19 de marzo de 1978, IV p. 80).
Esta es la gran enfermedad del mundo de hoy: no saber amar. Todo es egoísmo, todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad, tortura. Todo es represión, violencia. Se queman las casas del hermano, se aprisiona al hermano y se le tortura. ¡Se hacen tantas groserías de hermanos contra hermanos! Jesús, ¡cómo sufrirás esta noche al ver el ambiente de nuestra patria de tantos crímenes y tantas crueldades! Me parece mirar a Cristo entristecido desde la mesa de su Pascua mirando a El Salvador y diciendo: y yo les había dicho que se amaran como yo los amo (Homilía 23 de marzo de 1978, IV p. 97).
Las victorias que se amasan con sangre son odiosas. Las victorias que se logran a fuerza bruta, son animales. La victoria que triunfa es la de la fe. La victoria de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir (Homilía 25 de marzo de 1978, IV p. 112).
La Iglesia no puede ser sorda ni muda ante el clamor de millones de hombres que gritan liberación, oprimidos de mil esclavitudes. Pero les dice cuál es la verdadera libertad que debe buscarse: la que Cristo ya inauguró en esta tierra al resucitar y romper las cadenas del pecado, de la muerte y del infierno. Ser como Cristo, libres del pecado, es ser verdaderamente libres con la verdadera liberación. Y aquél que con esta fe puesta en el resucitado trabaje por un mundo más justo, reclame contra las injusticias del sistema actual, contra los atropellos de una autoridad abusiva, contra los desórdenes de los hombres explotando a los hombres, todo aquél que lucha desde la resurrección del gran libertador, sólo ése es auténtico cristiano (Homilía 26 de marzo de 1978, IV p. 124).
Hermanos, la parábola de Cristo condenó la actitud de un sacerdote y de un levita, porque no basta llevar hábito eclesiástico o decir yo soy católico para ser aprobado por Dios. La caridad ante todo. El amor al prójimo. Y aunque sea obispo o sacerdote o bautizado, si no cumple con el ejemplo del buen samaritano, si como los malos sacerdotes de la antigua ley, da un rodeo para no encontrarse con el cuerpo herido, no tocar esas cosas: «prudencia, no ofendamos, más suave», entonces, hermanos, no cumplimos el mandato de Dios: rodeamos. ¡Cuántos rodean para no encontrarse! Y cuanto más rodean más se encuentran, porque llevan su propia conciencia que no les deja en paz mientras no enfrenten la situación. El compromiso cristiano es muy serio. Y, sobre todo, nuestro compromiso sacerdotal y episcopal nos obliga a salir al encuentro del pobre herido en el camino (Homilía 2 de abril de 1978, IV p. 129).
Es lástima, hermanos, que en estas cosas tan graves de nuestro pueblo se quiera engañar al pueblo. Es lástima tener unos medios de comunicación tan vendidos a las condiciones. Es lástima no poder confiar en la noticia del periódico o de la televisión o de la radio porque todo está comprado, está amañado y no se dice la verdad (Homilía 2 de abril de 1978, IV pp 129-130).
Hacemos un llamado a la cordura y la reflexión. Nuestro país no puede seguir así. Hay que superar la indiferencia entre muchos que se colocan como meros espectadores ante la terrible situación, sobre todo en el campo. Hay que combatir el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que alcance a los demás. Hay que volver a encontrar la profunda verdad evangélica de que debemos servir a las mayorías pobres (Homilía 2 de abril de 1978, IV pp. 132-133).
Ustedes saben que ante la situación he organizado un comité de solidaridad. Por una iniciativa generosa de una señora, se hizo el llamamiento a todas las organizaciones que nos acordamos. Llegaron muchos, pero muchos solamente mandaron el recado: «No podemos, porque no podemos tomar partido». Otro: «Porque no nos podemos meter en política». ¡Qué lástima, hermanos, que seamos tan indiferentes bajo el pretexto de no meterse en política! Se quedan con los brazos cruzados y hacen el bien únicamente cuando hacer el bien es fácil o es glorioso, trae prestigio. Servir es sacrificarse (Homilía 2 de abril de 1978, IV p. 133).
Y si hay algún católico que duda de la palabra del obispo y va diciendo por allá a voces: «Que se defina el señor obispo». ¡Estoy bien definido, hermanos! Ustedes son los que tienen que definirse (Homilía 2 de abril de 1978, IV p. 139).
Eso quiere la Iglesia: inquietar las conciencias, provocar crisis en la hora que vive. Una Iglesia que no provoca crisis, un Evangelio que no inquieta, una palabra de Dios que no levanta roncha -como decimos vulgarmente-, una palabra de Dios que no toca el pecado concreto de la sociedad en que está anunciándose, ¿qué evangelio es ése? Consideraciones piadosas muy bonitas que no molestan a nadie, y así quisieran muchos que fuera la predicación. Y aquellos predicadores que por no molestarse, por no tener conflictos y dificultades evitan toda cosa espinosa, no iluminan la realidad en que se vive, no tienen el valor de Pedro de decirle a aquella turba donde están todavía las manos manchadas de sangre que mataron a Cristo: «¡Ustedes lo mataron!». Aunque le iba a costar también la vida por esa denuncia, la proclama. Es el Evangelio valiente, es la buena nueva que vino a quitar los pecados del mundo (Homilía 16 de abril de 1978, IV pp. 162-163).
Que esto quede muy claro, porque la Iglesia no puede identificarse con ningún partido político ni con ninguna organización de carácter político, social, cooperativo. La Iglesia no tiene sistemas. La Iglesia no tiene métodos. La Iglesia sólo tiene inspiración cristiana, una obligación de caridad que la urge a acompañar a quienes sufren las injusticias y a ayudar también a las reivindicaciones justas del pueblo (Homilía 16 de abril de 1978, IV p. 166).
Y uno de los pecados más grandes es éste, hermanos, que a mí me duele tanto: que el sistema actual de nuestra patria ha logrado el enfrentamiento de los campesinos. El mismo hambre que angustia al hombre del BLOQUE, es el mismo hambre que angustia también al hombre de ORDEN. Y pensar también que el agente de nuestros ejércitos ha salido también del campesinado. Y cuando miro policías cuidando a campesinos, campesinos cuidando a campesinos, ORDEN enfrentándose con el BLOQUE, digo yo ¡qué satánico ha tenido que ser este sistema que ha logrado aprovechar el hambre de los hombres, ganarse el pan aunque sea persiguiendo, enemistándose, dividiéndose, cuando pertenecen a la misma pobreza! (Homilía 16 de abril de 1978, IV p. 167).
Los obispos no mandamos con un sentido despótico. No debe ser así. El obispo es el más humilde servidor de la comunidad porque Cristo lo dijo a los apóstoles, los primeros obispos: «El que quiera ser más grande entre ustedes, hágase el más chiquito, sea el servidor de todos». Nuestro mandato es servicio. Nuestra conducción, nuestra palabra, es servicio (Homilía 23 de abril de 1978, IV pp. 188-189).
Tenemos que lamentar esta semana también la muerte de dos policías. Son hermanos nuestros. Ante el atropello y la violencia, jamás he parcializado mi voz. Me he puesto, con compasión de Cristo, al lado del muerto, de la víctima, del que sufre, y he pedido que oremos por ellos, y nos unimos en solidaridad de dolor con sus familias. He dicho que dos policías que mueren, son dos víctimas más de la injusticia de nuestro sistema que, denunciaba el domingo pasado, entre sus crímenes más grandes logra confrontar a nuestros pobres. Policías y obreros o campesinos pertenecen todos a la clase pobre. La maldad del sistema en lograr el enfrentamiento de pobre contra pobre. Dos policías muertos son dos pobres que han sido víctimas de otros tal vez pobres también, y que en todo caso son víctimas de ese dios Moloc, insaciable de poder, de dinero, que con tal de mantener sus situaciones injustas no le importa la vida ni del campesino, ni del policía, ni del guardia, sino que lucha por la defensa de un sistema lleno de pecado (Homilía 30 de abril de 1978, IV p. 193).
Que se capacite a los niños y a los jóvenes a analizar la realidad de su país. Que los prepare para ser agentes de transformaciones, en vez de alienarlos con un amontonamiento de textos y de técnicas que los hacen desconocer la realidad. Así hay muchos técnicos, muchos sabios, muchos profesionales que saben su ciencia, su profesión, pero que son como ángeles, desencarnados de la realidad en que actúan su profesión. Lo primero que debe buscar una educación es encarnar al hombre en la realidad, saberla analizar, ser críticos de su realidad. Una educación que sea educación para una participación política, democrática, consciente. Esto, ¡cuánto bien haría! (Homilía 30 de abril de 1978, IV p. 194).
¡Lástima tantas plumas vendidas, tantas lenguas que a través de la radio tienen que comer y se alimentan de la calumnia porque es la que produce! La verdad muchas veces no produce dinero sino amarguras. Pero más vale ser libre en la verdad que tener mucho dinero en la mentira (Homilía 7 de mayo de 1978, IV p. 210).
Esta denuncia, que se inspira en un positivo «animus corrigendi» y no en un mal espíritu de maledicencia, creo un deber hacerla en mi condición de Pastor del pueblo que sufre la injusticia. Me lo impone el Evangelio por el que estoy dispuesto a enfrentar el proceso y la cárcel, aunque con ello no se haga más que agregar otra injusticia (Homilía 14 de mayo de 1978, IV p. 247).
Un pueblo, un hombre, donde la ternura de Dios se ha disipado, donde interesa que no exista Dios para hacer injusticias, para cometer el pecado que Dios castiga, es inspiración de un ateísmo práctico. Y por eso, ateo no sólo es el marxismo, ateo práctico es también el capitalismo. Ese endiosar el dinero, ese idolatrar el poder, ese poner ídolos falsos para sustituir al Dios verdadero. Vivimos tristemente en una sociedad atea (Homilía 21 de mayo de 1978, IV p. 250).
¡Cuántas fachadas de piedad, por dentro no son más que ateísmo! ¡Cuántas formas de rezos, cuántas prácticas religiosas meramente exteriores, rituales, legalistas! ¡No son el culto que Dios quiere! Y aquí no importa que arrasemos en esta acusación a nosotros mismos, los ministros sagrados, que muchas veces hemos hecho de nuestro culto un negocio, y puede entrar el Señor con el látigo en el templo: Mi casa es casa de oración y ustedes la han hecho cueva de ladrones (Homilía 21 de mayo de 1978, IV p. 251).
Pienso en este instante en esta comunidad arquidiócesis, peregrina en estos cuatro departamentos, tan bonita, tan encantadora en sus Comunidades de Base, donde los hombres, los jóvenes, las mujeres, se conocen cada vez más íntimamente y sienten que en su corazón que los une está el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo. Por eso insisto tanto, queridos hermanos, que haya más y más Comunidades de Base. No es un invento de nuestros últimos tiempos, es la gran necesidad de que los hombres cristianos se conozcan, se amen, vivan juntos concienciándose en esta energía divina (Homilía 21 de mayo de 1978, IV p. 259).
Un cristiano que se alimenta en la comunión eucarística, donde su fe le dice que se une a la vida de Cristo, ¿cómo puede vivir idólatra del dinero, idólatra del poder, idólatra de sí mismo, el egoísmo? ¿Cómo puede ser idólatra un cristiano que comulga? Pues queridos hermanos, hay muchos que comulgan y son idólatras (Homilía 28 de mayo de 1978, IV p. 269).
Si creemos de verdad que Cristo, en la eucaristía de nuestra Iglesia, es el pan vivo que alimenta al mundo, y que yo soy el instrumento como cristiano que creo y recibo esa hostia y la debo llevar al mundo, tengo la responsabilidad de ser fermento de la sociedad, de transformar este mundo tan feo. Eso sí sería cambiar el rostro de la patria, cuando de veras inyectáramos la vida de Cristo en nuestra sociedad, en nuestras leyes, en nuestra política, en todas las relaciones. ¿Quién lo va a hacer? ¡Ustedes! Si no lo hacen ustedes, los cristianos salvadoreños, no esperen que El Salvador se componga. Sólo El Salvador será fermentado en la vida divina, en el reino de Dios, si de verdad los cristianos de El Salvador se proponen a no vivir una fe tan lánguida, una fe tan miedosa, una fe tan tímida, sino que de verdad como decía aquel santo, creo que San Juan Crisóstomo: «Cuando comulgas, recibes fuego», debías de salir respirando la alegría, la fortaleza de transformar el mundo (Homilía 28 de mayo de 1978, IV p. 273).
¡Ah, si tuviéramos hombres de oración entre los hombres que manejan los destinos de la patria, los destinos de la economía! Si entre los hombres, más que apoyarse en sus técnicas humanas, se apoyaran en Dios y en sus técnicas, tuviéramos un mundo como el que sueña la Iglesia: un mundo sin injusticias, un mundo de respeto a los derechos, un mundo de participación generosa de todos, un mundo sin represiones, un mundo sin torturas. Y me perdonan que siempre mencione las torturas, porque hay una pesadez en mi pobre espíritu cuando pienso en los hombres que sufren azotes, patadas, golpes de otro hombre. Si tuvieran un poquito de Dios en su corazón, verían en ese hermano un hermano, una imagen de Dios. Y lo digo porque las situaciones siguen, siguen las capturas, las desapariciones. Ojalá hermanos que un poquito de contacto con Dios desde esas mazmorras que parecen infiernos, bajara un poquito de luz e hiciera comprender lo que Dios quiere de los hombres. Dios no quiere esas cosas. Dios reprueba la maldad. Dios quiere el bien, el amor (Homilía 17 de julio de 1977, V p. 13).
No meditemos una palabra desencarnada de la realidad. Que es muy fácil predicar un Evangelio que lo mismo puede sonar aquí en El Salvador, que allá en Guatemala, en África. Es el mismo Evangelio naturalmente, como es el mismo sol que ilumina a todo el mundo. Pero así como el sol se diversifica en flores, en frutas, según las necesidades de la naturaleza que lo recibe; también la palabra de Dios tiene que encarnarse en realidades, y esto es lo difícil de la predicación de la Iglesia. Predicar un Evangelio sin comprometerse con la realidad, no trae problemas, y es muy fácil cumplir así la misión del predicador. Pero iluminar con esa luz universal del Evangelio nuestras propias miserias salvadoreñas y también nuestras propias alegrías y éxitos salvadoreños, esto es lo más bello de la palabra de Dios, porque así sabemos que Cristo nos está hablando a nosotros (Homilía 4 de Junio de 1978, V pp. 16-17).
Hoy se habla mucho de justicia y tal vez la interpretamos mal. La justicia, según la palabra de Dios de hoy, quiere decir la acción, la intervención misericordiosa de Dios, manifestada en Cristo, para borrar del hombre su pecado y para darle la capacidad de obrar como hijo de Dios (Homilía 4 de Junio de 1978, V p. 24).
La denuncia de la idolatría ha sido siempre la misión de los profetas y de la Iglesia. Ya no es el dios Baal, pero hay otros ídolos tremendos de nuestro tiempo: el dios dinero, el dios poder, el dios lujo, el dios lujuria. ¡Cuántos dioses entronizados en nuestro ambiente! Y la voz de Oseas tiene actualidad también ahora para decirle a los cristianos: No mezclen con la adoración del verdadero Dios esas idolatrías. No se puede servir a dos señores: al Dios verdadero y al dinero. Se tiene que seguir a uno sólo (Homilía 11 de Junio de 1978, V p. 30).
Dios es la vida. Dios es evolución. Dios es novedad. Dios va caminando con la historia del pueblo. Y el pueblo creyente en Dios no debe aferrarse a tradiciones, a costumbres; sobre todo cuando esas costumbres, esas tradiciones empañan el verdadero Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Tiene que estar siempre atento a la voz del Espíritu: ¡Convertirse, ir en pos de ese Evangelio, de ese llamamiento del Señor! Todo aquél que se sienta seguro y que crea que no tiene necesidad de cambiar, es fariseo, es hipócrita, es sepulcro blanqueado, que está muy seguro; pero a saber su conciencia qué reclamos le está haciendo (Homilía 11 de junio de 1978, V p. 33).
No me agrada tu plegaria si arranca de un corazón lleno de rencor. No me reces, no me ofrezcas misas si vienes con injusticias, tus manos manchadas de odio, de violencia. Misericordia quiero primero (Homilía 11 de junio de 1978, V p. 34).
A nadie le cuesta tanto decir las maldades de su propio pueblo como a mí hermanos, que tengo el deber pastoral de señalar, -por mandato del Evangelio y de Jesucristo que quita los pecados del mundo-, qué es pecado y qué no debe reinar, por dónde hay que caminar. La conversión, la fe, la misericordia es lo que he predicado siempre. Sólo la calumnia indigna y vil puede encontrar en mis palabras otras cosa (Homilía 11 de junio de 1978, V p. 35).
He ratificado una vez más que moriré, primero Dios, fiel al sucesor de Pedro, al vicario de Cristo. Es fácil predicar teóricamente sus enseñanzas. Seguir fielmente el magisterio del Papa en teoría es muy fácil. Pero cuando se trata de vivir, cuando se trata de encarnar, cuando se trata de hacer realidad en la historia de un pueblo sufrido como el nuestro esas enseñanzas salvadoras, es cuando surgen los conflictos. Y no es que me haya hecho infiel ¡jamás! Al contrario, siento que hoy soy más fiel porque vivo la prueba, el sufrimiento y la alegría íntima de proclamar, no solamente con palabra y con profesiones de labios, una doctrina que siempre he creído y amado, sino que estoy tratando de hacerla vida en esta comunidad que el Señor me ha encargado. Y yo les suplico a todos ustedes, queridos hermanos, que si de verdad somos católicos, seguidores de un Evangelio auténtico y por auténtico muy difícil, si de verdad queremos hacer honor a esta palabra de seguidores de Cristo, no tengamos miedo de hacer sangre y vida, verdad e historia esa doctrina que de las páginas del Evangelio se hacen actualidad en la doctrina de los concilios y de los Papas, que tratan de vivir, como verdaderos Pastores, las vicisitudes de su tiempo (Homilía 2 de julio de 1978, V p. 42).
Yo también, hermanos, recibo la predicación de ustedes. Yo sé, con la doctrina teológica de la Iglesia, que ese don de la infalibilidad, que sólo Dios posee, lo ha dado al pueblo de Dios. Y ese pueblo de Dios tiene un órgano que es el Papa. El Papa expresa el carisma de la infalibilidad al mismo tiempo que el pueblo lo siente y lo vive. Ustedes tienen un sentido muy fino que se llama sensus fidei, sentido de fe, por el cual un miembro del pueblo de Dios puede detectar cuando un predicador no está a tono con la doctrina verdaderamente revelada por Dios (Homilía 2 de julio de 1978, V pp. 46-47).
Repito un gran principio que se está olvidando mucho y que hay que tenerlo muy en cuenta en todos los órdenes de la moral: Non sun facienda mala ut eveniant bona. Se anuncia en latín: no se pueden hacer cosas malas para obtener cosas buenas. No se puede comprar ninguna libertad ni ninguna dignidad inocente conculcada. No se puede pretender llevar un consuelo a las familias de los desaparecidos, sumiendo en la misma angustia a otra familia. Jamás se puede hacer un mal como medio para conseguir un bien (Homilía 9 de julio de 1978, V p. 52).
Esta es la verdadera pobreza de la Iglesia, ésta que yo les he tratado de predicar, queridos hermanos. Pobreza que hace consistir su fuerza en su propia debilidad, en su propio pecado. Pero apoyado en la misericordia de Cristo, en el poder del Señor. Esta Iglesia que no quiere hacer consistir su fortaleza en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se desprende con nobleza para caminar únicamente cogida de los brazos del crucificado, que es su verdadera fortaleza (Homilía 9 de julio de 1978, V p. 62).
La biblia sola no basta. Es necesario que la biblia, la Iglesia la retome y vuelva a hacerla palabra viva. No para repetir al pie de la letra salmos y parábolas, sino para aplicarla a la vida concreta de la hora en que se predica esa palabra de Dios. La biblia es como la fuente donde esa revelación, esa palabra de Dios, está guardada. Pero de qué sirve la fuente por más límpida que sea, si no la vamos a tomar en nuestros cántaros y llevarla a las necesidades de nuestros hogares. Una biblia que solamente se usa para leerla y vivir materialmente apegados a tradiciones y costumbres de los tiempos en que se escribieron esas páginas, es una biblia muerta. Eso se llama biblismo, no se llama revelación de Dios (Homilía 16 de Julio de 1978, V pp. 70-71).
No sólo el predicador enseña, el predicador aprende. Ustedes me enseñan. La atención de ustedes es para mí también inspiración del Espíritu Santo. El rechazo de ustedes sería para mí también rechazo de Dios (Homilía 16 de julio de 1978, V p. 72).
Gracias a Dios que la Iglesia en El Salvador todavía puede hablar. Pero que no se trate de apagar esta voz; porque si habla, tiene que decir la verdad, y si no, mejor no hablar (Homilía 16 de julio de 1978, V p. 73).
Yo quisiera que subrayáramos mucho esta gran enseñanza, porque la Iglesia no está en la tierra para privilegios, para apoyarse en el poder o en la riqueza, para congraciarse con los grandes del mundo. La Iglesia no está ni siquiera para erigir grandes templos materiales o monumentos. La Iglesia no está en la tierra para enseñar sabiduría de la tierra. La Iglesia es el reino de Dios que nos está dando precisamente esto: filiación divina (Homilía 30 de julio de 1978, V p. 97).
Señor, no me des riquezas, no me des vida larga o corta, no me des poderes en la tierra que embriagan a los hombres, no me des locuras de idolatría de los falsos ídolos de este mundo. Límpiame, Señor, mis intenciones y dame la verdadera sabiduría del discernimiento, para distinguir entre el bien y el mal, dame la convicción que sentía san Pablo de sentirse amado (Homilía 30 de julio de 1978, V p. 98).
No queramos hacer un cristianismo a nuestro gusto. No queramos domesticar el Evangelio, sino que nosotros domestiquémonos al Evangelio y tratemos de seguir al Cristo auténtico, si de veras queremos ser salvos (Homilía 30 de julio de 1978, V p. 101).
Vivimos una hora de lucha entre la verdad y la mentira; entre la sinceridad, que ya casi nadie la cree, y la hipocresía y la intriga. No nos asustemos, hermanos, tratemos de ser sinceros, de amar la verdad, tratemos de construirnos en Cristo Jesús. Es una hora en que debemos tener una gran sentido de selección, de discernimiento (Homilía 30 de julio de 1978, V p. 102).
Hermanos, en nombre de Cristo, ayuden a esclarecer la realidad, busquen soluciones, no evadan su vocación de dirigentes. Sepan que lo que han recibido de Dios, no es para esconderlo en la comodidad de una familia, de un bienestar. Hoy la patria necesita sobre todo la inteligencia de ustedes. A los partidos políticos, a las organizaciones gremiales, cooperativas o populares, el Señor en esta mañana les quiere inspirar la mística de su divina Transfiguración, para transfigurar también, desde la fuerza organizada, no con métodos o místicas ineficaces de violencia, sino con verdadera, auténtica liberación (Homilía 6 de agosto de 1978, V p. 113).
El hombre es el otro yo de Dios. Nos ha elevado para poder platicar y compartir con nosotros sus alegrías, sus generosidades, sus grandezas. Qué interlocutor más divino. ¡Cómo es posible que los hombres podamos vivir sin orar! ¡Cómo es posible que el hombre pueda pasarse toda su vida sin pensar en Dios! ¡Tener vacía esa capacidad de lo divino y no llenarla nunca! (Homilía 13 de agosto de 1978, V p. 119).
Dios está en Cristo y Cristo está en la Iglesia. Pero Cristo desborda la Iglesia. Es decir, la Iglesia no puede pretender tener del todo a Cristo, al modo de decir: sólo los que están en la Iglesia son cristianos. Hay muchos cristianos de alma que no conocen la Iglesia, pero que tal vez son más buenos que los que pertenecen a la Iglesia. Cristo desborda la Iglesia, como cuando se mete un vaso en un pozo abundante de agua, el vaso está lleno de agua pero no contiene todo el pozo, hay mucha agua fuera del vaso. Así dice el Concilio que hay muchos elementos de verdad y de gracia que pertenecen a Cristo y que no están en la Iglesia. Esta es una de las grandes revelaciones, diríamos, redescubrimientos de una gran verdad. Para quienes se sienten orgullosos vanamente de la institución Iglesia, sepan que podemos decir: allí no son todos los que están ni están todos los que son. No están todos los que son, hay muchos cristianos que no están en nuestra Iglesia. Bendito sea Dios, que hay mucha gente buena, buenísima, fuera de los confines de la institución Iglesia: protestantes, judíos, mahometanos, etc. (Homilía 13 de agosto de 1978, V p. 124).
¡Mucho cuidado católicos! Comenzando por nosotros, los ministros de Dios. No creamos que por ser obispos o sacerdotes y por ser institución eclesiástica, somos lo mejor del cristianismo. Somos signos, pero puede ser como la campana, que es signo, llama pero se queda fuera (Homilía 13 de agosto de 1978, V p. 125).
Simplemente mantengo una posición de que no estoy confrontándome con nadie, sino que estoy tratando de servir al pueblo. Y el que esté en conflictos con el pueblo sí estará en conflictos conmigo. Pero mi amor es el pueblo; y desde el pueblo pueden ver, a la luz de la fe y del mandato que Dios me ha dado de conducir a este pueblo por los caminos del Evangelio, quiénes están conmigo y quiénes no están conmigo, viendo simplemente las relaciones con el pueblo (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 134).
Tengan mucho cuidado, hermanos, como noticia eclesial se las doy, sé que andan recogiendo firmas para mandar al Papa -ya no será Pablo VI, será al nuevo- y a Puebla, a la reunión de obispos, pidiendo la condenación del marxismo. Está muy bien eso, pero ya existe la condenación del marxismo. No es ninguna novedad. Pío XII ya tuvo un documento a este respecto. Si no lo conocen, búsquenlo. Lo que me interesa más es esto: que estas firmas también piden mi destitución. Yo no tengo inconveniente en ser destituido, ni tengo ambiciones en el poder de la diócesis. Simplemente considero que esto es un servicio y que mientras el Señor, por medio del Pontífice, me tenga en él, seré fiel a mi conciencia a la luz del Evangelio, que es lo que yo trato de predicar, nada más ni nada menos (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 135).
Para que vean cuál es mi oficio y cómo lo estoy cumpliendo: estudio la palabra de Dios que se va a leer el domingo, miro a mi alrededor, a mi pueblo, lo ilumino con esta palabra y saco una síntesis para podérsela transmitir, y hacerlo -a este pueblo- luz del mundo, para que se deje guiar por los criterios, no de las idolatrías de la tierra. Y por eso, naturalmente, que los ídolos de la tierra sienten un estorbo en esta palabra y les interesaría mucho que la destituyeran, que la callaran, que la mataran. Suceda lo que Dios quiera, pero su palabra -decía san Pablo- no está amarrada. Habrá profetas, sacerdotes o laicos, -ya los hay abundantemente- que van comprendiendo lo que Dios quiere por su palabra y para nuestro pueblo (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 135).
Nadie le puede quitar a los hombres el derecho de asociarse, con tal que sea una asociación para buscar las causas justas. Tampoco estamos defendiendo las agrupaciones criminales, en cualquier sector que estén. Si es para secuestrar, para robar, para matar, para eso no hay derechos. Pero unirse para sobrevivir, para comer, para defender sus derechos, a esto sí tiene derecho todo hombre. La agrupación es un derecho cuando los objetivos son justos. Y la Iglesia estará siempre al lado de ese derecho de organización y de esos justos objetivos de las organizaciones (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 137).
Esta es la misión de la Iglesia: despertar, como lo estoy haciendo en este momento, el sentido espiritual de su vida, el valor divino de sus acciones humanas. No pierdan eso, queridos hermanos. Esto es lo que la Iglesia ofrece a las organizaciones, a la política, a la industria, al comercio, al jornalero, a la señora del mercado, a todos lleva la Iglesia este servicio de promover el dinamismo espiritual (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 139).
Yo no soy técnico ni en sociología, ni en política, ni en organización, simplemente un humilde Pastor que le está diciendo a los que tienen la técnica: únanse, pongan al servicio de este pueblo, todo lo que ustedes saben, no se encierren, aporten. Entonces sí se practicará el derecho y la justicia (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 141).
No es política, hermanos, lo que ahora voy a decir. En nuestro arzobispado se ha elaborado un estudio muy minucioso sobre los desaparecidos. Son 99 casos bien analizados. Allí está el nombre, la edad, dónde lo capturaron, qué recursos jurídicos se han hecho, cuántas veces esa madre ha llegado buscando a ese ser querido. Y soy testigo de la verdad de esos 99 casos. Y por eso tengo todo el derecho de preguntas: ¿dónde están? Y en nombre de la angustia de este pueblo, decir: pónganlos a la orden de un tribunal si están vivos, y si lamentablemente ya los mataron los agentes de seguridad, dedúzcanse responsabilidades y sanciónese, sea quien sea. Ha matado, tiene que pagar. Yo creo que la demanda es justa (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 141).
El otro estudio que hemos hecho es un análisis de la Ley de Defensa y Garantía del Orden Público... Allí estudiamos casos concretos y recientes de la aplicación de esa ley que está haciendo un verdadero estrago, sobre todo, para nuestros pobres. Porque me decía un pobrecito una frase que no se les va a olvidar a ustedes, como no se me olvida a mí: «Es que la ley, Monseñor, es como la culebra, sólo pica a los que andamos descalzos». Allí recogemos también pronunciamientos de repudio, son voces del pueblo que hay que oír (Homilía 20 de agosto de 1978, V p. 141).
El sábado 26, ayer, en Tejutla, al celebrar el primer aniversario de Felipe de Jesús Chacón, también me di cuenta que nuestra tierra le ofrece al Papa, como lo dije en mis visitas pasadas, ¡mártires! ¡Qué horror cuando me contaban! El rostro despellejado de Felipe de Jesús y lo que es peor, difamado en la prensa como un cuatrero, cuando se trata de un catequista valiente, que supo llevar el Evangelio hasta sus consecuencias más arriesgadas (Homilía 27 de agosto de 1978, V p. 154).
La Iglesia no tiene un afán, una pretensión de estar aquí sólo hablando por denunciar. ¡Yo soy el que siento, más que todos, la repugnancia de estar diciendo estas cosas! Pero siento que es mi deber, que no es una espectacularidad, sino simplemente una verdad. Y la verdad es la que tenemos que ver con los ojos bien abiertos y los pies bien puestos en la tierra, pero el corazón bien lleno de Evangelio y de Dios, para buscarle soluciones, no a inmediatismos violentos, tontos y crueles y criminales, sino la solución de la justicia. Sólo la justicia puede ser la raíz de la paz (Homilía 27 de agosto de 1978, V p. 158).
No atribuyamos a Dios el fruto de nuestra pereza. No hagamos a Dios culpable de las desigualdades injustas. No hagamos a Dios culpable del subdesarrollo de los hombres. Dios no quiere eso (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 160).
La cruz provoca en el mismo Cristo la defensa de su misión, que es cruz y sacrificio. Qué fácil era seguir como Pedro, huir como andan huyendo hoy muchos cristianos. Es más fácil esconderse. «No hay que crear conflictos, prudencia, hay que ser más prudentes». Pero Cristo no fue de ese parecer y a quien le aconsejó no meterse en el peligro lo llamó Satanás, lo llamó escándalo (Homilía 3 de septiembre de 1978, V P. 162).
¡Qué terribles son las presiones cuando nos quieren apartar de lo que Dios quiere, para que hagamos como los hombres quieren! (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 162).
Ustedes saben como los plateros prueban la autenticidad de la plata o del oro. Hay una piedra de toque, tocan contra la piedra a ver si suena y calculan sus quilates. La cruz es nuestra piedra de toque. Golpeemos en la cruz nuestra vida y miremos cómo suena. Suena a cobardía, suena a miedo, suena a pensamientos de los hombres y no de Dios. La cruz es la auténtica prueba del hombre que quiere seguir a Cristo, por eso el Señor dice: el que quiera venir en pos de mí, tome su cruz (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 163).
El cristianismo no es un masoquismo. Esa filosofía de sufrir por sufrir. Ese estoicismo de los griegos de sufrir por sufrir. ¡No! Dios no nos ha hecho para el sufrimiento. Dios ha querido hacernos para la felicidad (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 163).
Sin la cruz la vida es un fracaso. ¿Qué es no abrazar la cruz? ¿Cuál es el fracaso de la vida? San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos dice que no nos conformemos a este mundo. Eso es botar la cruz: conformarse a este mundo y no según el Evangelio. El mundo dice que el dinero es la felicidad y Cristo dice: ¡bienaventurados los pobres de espíritu! Cristo dice que hay que perdonar y el mundo dice el adagio pagano: ojo por ojo, diente por diente, venganza, violencia, odio. No acomodarse, pues, al pensamiento del mundo. Y así podemos seguir describiendo en infinito dos líneas que cada vez se apartan más: la línea de la conformidad con la voluntad de Dios y la línea de una conformidad con este mundo (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 165).
Es triste tener que dejar la patria porque en la patria no hay un orden justo donde puedan encontrar trabajo (Homilía 3 de septiembre de 1978, V p. 170).
La autoridad en la Iglesia no es mandato, es servicio. Le pido perdón, a mi comunidad, cuando no haya podido desempeñar como servidor de ustedes mi papel de obispo. No soy un jefe, no soy un mandamás, no soy una autoridad que se impone. Quiero ser el servidor de Dios y de ustedes (Homilía lo de septiembre de 1978, V p. 177).
Muchos se escandalizan, dicen que el pecado es personal y no social. Ciertamente la biblia de hoy nos da dicho: el malvado se perderá por su culpa. Pero ha mencionado también una corresponsabilidad en el profeta que no anuncia. Todo hombre que deja pasar las injusticias, sobre todo si las puede evitar, toda familia donde se alcahuetea con el egoísmo y no se pone el sentido cristiano de la vida, todo hogar que no se santifica como Dios quiere que se debe santificar y están viviendo en pecado, se han contaminado, se han hecho cómplices, se ha hecho el pecado social. Y cuando ya el ambiente -como en El Salvador- se hace tal que hasta se decreta una ley para conservar el orden. ¿Cuál orden? El orden de la injusticia, que no se toque, que se mantenga así la situación, que no se denuncie, porque eso es meterse en política. Está El Salvador en un pecado institucionalizado (Homilía 10 de septiembre de 1978, V p. 179).
Queridos hermanos, sobre todo ustedes mis queridos hermanos que me odian, ustedes mis queridos hermanos que creen que yo estoy predicando la violencia, y me calumnian y saben que no es así, ustedes que tienen las manos manchadas de crimen, de tortura, de atropello, de injusticia: ¡conviértanse! Los quiero mucho, me dan lástima, porque van por caminos de perdición (Homilía 10 de septiembre de 1978, V p. 180).
¡Cómo no me va a llenar el corazón de esperanza una Iglesia donde florecen las Comunidades Eclesiales de Base! ¡Y por qué no voy a pedir a mis queridos hermanos sacerdotes que hagan florecer comunidades por todas partes, en los barrios, en los cantones, en las familias! (Homilía 10 de septiembre de 1978, V p. 180).
No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices (Homilía 10 de septiembre de 1978, V p. 18 l).
Una Iglesia no puede consistir únicamente en cuidarse a sí misma, como aquellos que viven preocupados únicamente de su salud y nunca tienen tiempo para hacer nada, porque están cuidando su salud. La Iglesia cuida su salud, pero no con egoísmo, sino para estar fuerte, sana, y servir. La Iglesia tiene por objeto servir (Homilía 17 de septiembre de 1978, V P. 188).
Tú, en tu movimiento carismático; tú, en tu movimiento de cursillo de cristiandad; tú, en tu comunidad catecumenal; tú, en tus pensamientos tradicionalistas; tú, en tus pensamientos progresistas, ¿por qué lo haces?, ¿defiendes eso por comodidad? Entonces vas mal. Eso no es la razón. ¿Lo haces por servir a tu Dios con sinceridad? Pues hazlo y trata de comprender a los otros que lo hacen por Dios. Este es el pluralismo, de veras, en la Iglesia (Homilía 17 de septiembre de 1978, V p. 197).
El himno nacional no es un dogma y si tiene mucho de hermoso y de verdadero hay que deducir esa verdad y esa hermosura a la realidad del país, para no estar cantando lo que en realidad no existe, y para hacer que la hermosura del himno se traduzca en realidades del país (Homilía 24 de septiembre de 1978, V p. 202).
No hay que mirar las profesiones únicamente como medios para ganar dinero e instalarse política o socialmente. Hay que buscar, como están haciendo ahora los jóvenes, el servicio a la humanidad, el mejor rendimiento de mi vida no para ganar, sino para servir (Homilía 24 de septiembre de 1978, V p. 203).
Muchos sí quisieran, como dice aquella canción, un Dios de bolsillo, un Dios que se acomode a sus ídolos, un Dios que se contente como yo pago a mis jornaleros, un Dios que aprueba mis atropellos. ¿Cómo podrán rezar ciertas gentes a ese Dios el Padre Nuestro si más bien lo tratan como uno de sus mozos y trabajadores? (Homilía 24 de septiembre de 1978, V p. 206).
Vuelvo a repetir lo que aquí he dicho tantas veces dirigiéndome a través de la radio a aquéllos que tal vez son los causantes de tantas injusticias y violencias, a aquellos que han hecho llorar a tantos hogares, a aquéllos que se mancharon de sangre con tantos asesinatos, a aquéllos que tienen sus manos manchadas de torturas, a aquéllos que han encallecido su conciencia, que no les duele ver bajo sus botas a un hombre humillado, sufriendo, tal vez ya para morir, a todo ellos, les digo: no importan tus crímenes, son feos, horribles, has atropellado lo más digno del hombre, pero Dios te llama y te perdona (Homilía 24 de septiembre de 1978, V p. 207).
Kénosis quiere decir vaciarse de sí, se despojó de su rango de Dios, como si un soberano dejara trono y manto y todo, y se vistiera de harapos campesinos para ir a estar entre campesinos sin molestar con su presencia de rey. Cristo se viste de humanidad y aparece como un hombre cualquiera. Si aquí, en la catedral, entre los hombres que tienen la bondad de estarme escuchando, estuviera Cristo, yo no lo descubriera. ¡Y saber que era el hijo de Dios vestido de hombre! Y más todavía, no le bastó parecerse a los hombres, sino que se humilló hasta la figura de un esclavo para morir como los esclavos, crucificados en una cruz, como un bandido, como el deshecho de Israel que había que crucificarlo fuera de la ciudad, como basura. Esto es Cristo, el Dios que se humilla hasta esta kénosis, a este vacío profundo de él (Homilía 1 de octubre de 1978, V pp. 225-226).
Queridos hermanos, esta es la gloria de la Iglesia: llevar en sus entrañas toda la kénosis de Cristo. Y por eso tiene que ser humilde y pobre. Y una Iglesia altanera, una Iglesia apoyada en los poderes de la tierra, una Iglesia sin kénosis, una Iglesia llena de orgullo, una Iglesia autosuficiente, no es la Iglesia de la kénosis de san Pablo (Homilía 1 de octubre de 1978, V p. 226).
Hermanos, ¡cuánta bondad, cuánta verdad, cuánto bien hay más allá de las fronteras cristianas! Respetemos esto. Porque muchas veces nos creemos nosotros, por estar en la Iglesia, que somos lo mejor del mundo. ¡Quién sabe sí aquí, dentro de la iglesia, somos menos buenos, menos nobles, menos humanos que allí afuera! (Homilía 8 de octubre de 1978, V pp. 230-231).
No seamos fanáticos. El fanatismo entre los cristianos ha hecho mucho mal (Homilía 8 de octubre de 1978, V p. 231).
¡Qué distinta sería la patria si estuviera produciendo lo que Dios plantó! Pero Dios se siente fracasado con ciertas sociedades. Y yo creo que la página de Isaías y de san Pablo en el domingo de hoy se hace triste realidad salvadoreña: esperé derecho y allí tenéis asesinatos, esperé justicia y allí tenéis lamentos. No es sembrar aquí la discordia, simplemente es gritar al Dios que llora, el Dios que siente el lamento de su pueblo, porque hay mucho atropello, el Dios que siente el lamento de sus campesinos que no pueden dormir en sus casas porque andan huyendo de noche, el lamento de los niños que claman por sus papás que han desaparecido: ¿dónde están? No es eso lo que esperaba Dios. No es una patria salvadoreña como la que estamos viviendo lo que debía ser el fruto de una siembra de humanismo y de cristianismo (Homilía 8 de octubre de 1978, V p. 233).
Si cuentan con todos los medios de comunicación, ¿qué estorbo puede hacer una emisora y un pequeño periódico? La justicia es nuestra fuerza, la verdad es lo que hace grande la pequeñez de nuestros medios. Por eso se le teme (Homilía 8 de octubre de 1978, V p. 237).
Qué bella la actitud del hombre independiente, la del hombre que no hace consistir su predicación y su Iglesia en el apoyo del dinero. Esto nos está costando mucho en nuestra Iglesia, hermanos. Esta autonomía del ídolo dinero, del ídolo poder y presentarnos al mundo como Pablo, audazmente libre. Agradecer al que nos da, pero sepan que no son necesarios, que por eso no me van a condicionar mi predicación. Muchas gracias, pero sepan que yo me debo a Dios y no a ustedes. Muchas gracias, pero sepan que aunque ustedes se hubieran olvidado de mí, yo los amaría lo mismo y les predicaría lo mismo (Homilía 15 de octubre de 1978, V p. 249).
Aquí nos está dando Cristo la respuesta a una calumnia que se oye muy frecuente: ¿Por qué la Iglesia sólo le está predicando a los pobres? ¿Por qué la Iglesia de los pobres? ¿Que acaso los ricos no tenemos alma? Claro que sí y los amamos entrañablemente y deseamos que se salven, que no vayan a perecer aprisionados en su propia idolatría, les pedimos espiritualizarse, hacerse almas de pobres, sentir la necesidad, la angustia del necesitado (Homilía 15 de octubre de 1978, V p. 250).
No basta venir a Misa el domingo, no basta llamarse católico, no basta llevar al niño a bautizarlo, aunque sea en una gran fiesta de sociedad. No bastan las apariencias. Dios no se paga de las apariencias. Dios quiere el vestido de la justicia. Dios quiere a sus cristianos revestidos de amor (Homilía 15 de octubre de 1978, V p. 250).
El bienestar de la Iglesia trae relajamiento. Los sacerdotes que se sienten muy bien en sus parroquias, ¡mucho cuidado! Los cristianos que sienten que el Evangelio no les molesta, ¡mucho cuidado! A este bienestar del culto sin compromiso se refiere la profecía tremenda de Malaquías: «Ahora os toca a vosotros, sacerdotes. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley. Yo os haré despreciables, viles ante el pueblo». No hay cosa peor que un mal sacerdote, Si la sal se vuelve insípida, para qué sirve; ya -decía Cristo- nada más para echarla al suelo y que la pise la gente. ¡Qué triste es la palabra del sacerdote cuando ha perdido la credibilidad! Lata que suena. «No haber guardado mis caminos. Os fijáis en las personas, al aplicar la ley». Si es don fulanito, si es doña fulana, con mucho gusto. Si es un pobrecito despreciable, ni caso se le hace. La Iglesia de los pobres es un criterio de autenticidad porque no es una Iglesia clasista. No quiere decir desprecio a los ricos, sino decirle a los ricos que si no se hacen como pobres en el corazón no podrán entrar en el Reino de los cielos. El verdadero predicador de Cristo es Iglesia de los pobres para encontrar en la pobreza, en la miseria, en la esperanza del que reza en el tugurio, en el dolor, en el no ser oído, un Dios que oye, y solamente acercándose a esa voz se puede sentir también a Dios. «Os fijáis en las personas al aplicar la ley». ¡Qué bien lo decía el campesino: la ley es como la culebra, sólo muerde a los que andan descalzos! (Homilía 5 de noviembre de 1978, V p. 275).
Ya decía santa Teresa, ya nos confundimos qué título hay que darle a los prelados: si excelencia, si eminencia. Y ni entendemos ya, parecen payasadas muchas veces: ¡Excelencia, excelencia! ¡Cuánto más hermoso el nombre sencillo de cristiano! (Homilía 5 de noviembre de 1978, V p. 276).
Cuántos ha llegado a esto que dice el Concilio: «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de la época». Aquellos que hacen consistir la religión solamente en unos cuantos actos de culto, pero después de ese culto -un Te Deum por los 15 años, unas bodas en las cuales el matrimonio no se consideró amor de Cristo a la Iglesia, sino simple relación social y a ver si estuvo mejor que el otro matrimonio que dio tantos miles de gastos-. Todo ese culto a veces para pagarse de la vanidad humana, pero luego vivir afuera de esos actos de culto con injusticias, atropellando el derecho de agrupación de sus obreros que se quieren sindicar, no pagando bien a los cortadores. ¡Ah, pero es muy religioso porque va a Misa todos los domingos! De nada sirven esos actos de culto divorciados de la vida diaria. La Iglesia tiene que predicarle al hombre que en los asuntos temporales tiene que pensar en que hay que dar cuenta a Dios (Homilía 12 de noviembre de 1978, V p. 296).
Uno de los mensajes más apremiantes de la Iglesia de hoy es que los cristianos salgan de una mentalidad individualista. Que ya no hablemos de «mi» salvación, «mi» religión, sino que la vivamos como Dios quiere que la vivamos: en pueblo. Nuestra salvación, nuestro peregrinar por la historia. Vamos como pueblo, como el pueblo israelita por el desierto: iba junto, comunitariamente, así vamos. Y por eso una de las alegrías pastorales más grandes es que vayan surgiendo por todas partes las comunidades (Homilía 19 de noviembre de 19781) V p. 304).
Es muy bonito vivir una piedad de sólo cantos y rezos, de sólo meditaciones espirituales, de sólo contemplación. Ya llegará eso en la hora del cielo, donde no habrá injusticias, donde el pecado no será una realidad que los cristianos tenemos que destronar. Ahora, les decía Cristo a los apóstoles contemplativos en el Tabor queriéndose quedar allí para siempre, bajemos, hay que trabajar (Homilía 19 de noviembre de 1978, V p. 308).
Digo que para mí es una satisfacción ver esa sintonía de lo que he querido ser en mi pequeñez, también, para la querida arquidiócesis. Yo también me siento ligado a mis antecesores: a Monseñor Chávez, a Monseñor Belloso, a Monseñor Pérez y Aguilar; y no necesito que me vengan a comparar quién será mejor que yo. Lo que necesito es quién me ayude a vivir este momento presente. La Iglesia no es recuerdos, no es espejo retrovisor nada más. La Iglesia va caminando hacia adelante y necesita también perspectivas nuevas. Demos gracias que toda una tradición nos ha traído a este momento en que hay fe en el pueblo. ¡Bendito sean nuestros antecesores! Pero sepamos ser hombres del momento y sepamos reflexionar en lo de la semana, en lo del momento. Es que a muchos les interesa que no se ponga el dedo en la llaga, que no se mire lo presente; y así quisieran vivir de museos, de recuerdos, de comparaciones con obispos antiguos. El Papa habla de su momento y yo quiero hablar de cada semana del momento que nos toca vivir (Homilía 26 de noviembre de 1978, V pp. 318-319).
Lo más grandioso de la Iglesia son ustedes, los que no son sacerdotes ni religiosas, sino que en la entraña del mundo, en el matrimonio, en la profesión, en el negocio, en el mercado, en el jornal de cada día, ustedes son los que están llevando el mundo y de ustedes depende el santificarlo según Dios (Homilía 26 de noviembre de 1978, V pp. 319-320).
Una niña me dice un discurso al llegar: «Permítanos que los niños y los jóvenes lo saludemos como a un buen amigo». No me han dicho una palabra más bella, quiero ser el amigo de ustedes (Homilía 26 de noviembre de 1978, V p. 320).
¡Qué más quiero que ese aplauso de ustedes! Ni tampoco es porque el aplauso sea una profanación del templo, sino porque es una expresión libre y espontánea de un pueblo que siente lo que no puede decir con los labios y lo dice de esa forma simpática. Yo, pues, quiero agradecer porque todo esto significa que la línea pastoral y evangélica a la que trato de ser fiel no es una locura ni es una subversión, sino que es simplemente la humilde fidelidad al mandato del Señor (Homilía 26 de noviembre de 1978, V p. 323).
Yo no quiero estar aquella hora del juicio final a la izquierda: «Apártate, maldito, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve necesidad y no me atendiste. Te precisó más la pureza de tu ortodoxia, te precisó más el tiempo tranquilo de tu oración, te precisó más tu congregación, tu colegio, para no contaminarte con los miserables. Te preocupó más tu prestigio social y económico y político y por eso despreciaste al que era yo pidiéndote socorro» (Homilía 26 de noviembre de 1978, V p. 327).
Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador. Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo el necesitado que pide una voz a la Iglesia (Homilía 26 de noviembre de 1978, V p. 327).
Sería una lástima haber vivido tan saturados de la presencia de Cristo, porque estamos saturados de pobres, y no haberlo conocido. Haber vivido tantos años tal vez en las comodidades, en las riquezas, en el bienestar político y no nos preocupamos de aquel Cristo que estaba a nuestras puertas o que le encontrábamos en las calles (Homilía 26 de noviembre de 1978,
V p. 328).
Cuando hablamos de la Iglesia de los pobres no estamos haciendo una dialéctica marxista, como si la otra fuera la Iglesia de los ricos. Lo que estamos diciendo es que Cristo, inspirado en el espíritu de Dios, dijo: «Me ha enviado el Señor para evangelizar a los pobres» -palabras de la biblia- para decir que para escucharlo, es necesario hacerse pobre (Homilía 3 de diciembre de 1978, VI p. 11).
Fuera de la Iglesia también todo hombre que lucha por la justicia, todo hombre que busca reivindicaciones justas en un ambiente injusto, está trabajando por el reino de Dios, y puede ser que no sea cristiano. La Iglesia no abarca todo el reino de Dios. El reino de Dios está más afuera de las fronteras de la Iglesia y, por lo tanto, la Iglesia aprecia todo aquello que sintoniza con su lucha por implantar el reino de Dios. Una Iglesia que trata solamente de conservarse pura, incontaminada, eso no sería Iglesia de servicio de Dios a los hombres (Homilía 3 de diciembre de 1978, VI pp. 13-14).
La palabra queda y ése es el gran consuelo del que predica. Mi voz desaparecerá pero mi palabra, que es Cristo, quedará en los corazones que lo hayan querido recoger (Homilía 17 de diciembre de 1978, VI p. 41).
Yo siento que hay algo nuevo en la arquidiócesis. Soy un hombre frágil, limitado, y no sé qué es lo que está pasando, pero sí sé que Dios lo sabe. Y mi papel como Pastor es esto que dice hoy san Pablo: «No extingáis el Espíritu Santo». Si con un sentido de autoritarismo yo le digo a un sacerdote: ¡no hagas eso!; o a una comunidad cristiana: ¡no vayan por ahí!, y me quiero constituir como que yo fuera el Espíritu Santo y voy a hacer una Iglesia a mi gusto, estaría extinguiendo el Espíritu (Homilía 17 de diciembre de 1978, VI p. 47).
María es la expresión de la necesidad de los salvadoreños. María es la expresión de la angustia de los que están en la cárcel. María es el dolor de las madres que han perdido a sus hijos y nadie les dice dónde están. María es la ternura que busca angustiada una solución. María está en nuestra patria como en un callejón sin salida, pero esperando que Dios ha de venir a salvarnos. Ojalá imitáramos a esta pobre de Yahvé y sintiéramos que sin Dios no podemos nada, que Dios es esperanza de nuestro pueblo, que sólo Cristo, el Divino Salvador, puede ser el salvador de nuestra patria (Homilía 24 de diciembre de 1978, VI p. 62).
María se hace salvadoreña y encarna a Cristo en la historia de El Salvador. Y María se hace del apellido de ustedes y de mi apellido para encarnar la historia de su familia, de mi familia, en la vida eterna del Evangelio. María se identifica con cada uno de nosotros para encarnar a Cristo en nuestra propia historia individual. Dichosos si de veras en eso hacemos consistir la devoción a la Virgen. Por eso el Concilio avisó a los predicadores que se cuidaran mucho de fomentar la falsa idea de la devoción a la Virgen que lamentablemente nos ha separado de los protestantes, porque algunos católicos han llegado a hacer de la Virgen una idolatría, una mariolatría. Pero la verdadera doctrina es que María no es un ídolo. El único salvador es Dios Jesucristo; María es el instrumento humano, la hija de Adán, la hija de Israel, encarnación de un pueblo, hermana de nuestra raza, pero que por su santidad fue capaz de encarnar en la historia la vida divina de Dios. Entonces, el verdadero homenaje que un cristiano puede tributar a la Virgen es hacer, como ella, el esfuerzo de encarnar la vida de Dios en las vicisitudes de nuestra historia transitoria (Homilía 24 de diciembre de 1978, V p. 64).
La Iglesia se predica desde los pobres y no nos avergonzamos nunca de decir: la Iglesia de los pobres, porque entre los pobres quiso poner Cristo su cátedra de redención (Homilía 24 de diciembre de 1978, VI p. 76).
Antes de ser un cristiano tenemos que ser muy humanos. Quizá porque muchas veces se quiere construir lo cristiano sobre bases falsas humanas, tenemos los falsos hombres y falsos cristianos. El beato es un falso cristiano, que no es tampoco hombre. Muchos que ahora defienden -dicen- la religión, no son ni hombres siquiera, mucho menos cristianos. Me río yo de esas defensas interesadas del cristianismo: «auténticos católicos». ¿Con qué derecho se llaman auténticos católicos, si no son ni siquiera hombres que sepan adorar al verdadero Dios, y están de rodillas, idólatras, ante las cosas de la tierra? (Homilía 31 de diciembre de 1978, VI pp. 82-83).
¡Cristo es piedra de escándalo! Por eso a mí me hacen un inmenso honor cuando me rechazan, porque me parezco un poquito a Jesucristo que también fue piedra de escándalo (Homilía 31 de diciembre de 1978, VI p. 88).
No se extrañen que la Iglesia apoye lo justo, lo bueno, aunque se encuentre en organizaciones que se llaman clandestinas, porque si lo que buscan es justo, es reino de Dios (Homilía 7 de enero de 1979, VI p. 99).
La fe no solamente consiste en creer con la cabeza sino en entregarse con el corazón y con la vida (Homilía 7 de enero de 1979, VI p. 108).
Jesús de Nazaret, como hijo de aquel taller de carpintería, no era más que un hombre como cualquiera de nosotros. ¡Cuántas veces me impresiona a mí esta realidad de que si Cristo viviera hoy, en 1979, tuviera 30 ó 33 años, estuviera allí confundido con ustedes los hombres, como un hombre de 33 años, nadie lo distinguiría, tal vez venido de un cantón, allá viene con su mamá, es la Virgen. Nadie lo conocería, tal vez estaría aquí entre nosotros también! (Homilía 14 de enero de 1979, VI pp. 117-118).
Muchas gracias, señor presidente, por escucharme. Pero también quiero agradecerle el haber ofrecido proporcionarme protección si yo se la solicitaba. Se lo agradezco, pero quiero repetir aquí mi posición: que no busco yo nunca mis ventajas personales, sino que busco el bien de mis sacerdotes y de mi pueblo... Antes de mi seguridad personal, yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108 familias y desaparecidos, para todos los que sufren. Un bienestar personal, una seguridad de mi vida no me interesa mientras mire en mi pueblo un sistema económico, social y político que tiende cada vez más a abrir esas diferencias sociales (Homilía 14 de enero de 1979, VI pp. 121-122).
Fíjense que el conflicto no es entre la Iglesia y el gobierno. Es entre gobierno y pueblo. La Iglesia está con el pueblo y el pueblo está con la Iglesia, ¡gracias a Dios! (Homilía 21 de enero de 1979, VI p. 137).
Que no se queden tantos crímenes y atropellos impunes y que, aunque sean vestidos de militar, tienen obligación de rendir cuentas ante la justicia de lo que han hecho y sancionar debidamente si se trata de crímenes vulgares (Homilía 18 de febrero de 1979, VI p. 150).
Los baales eran los dioses de la fecundidad. A ellos atribuían las cosechas, las lluvias, los soles. Y el profeta (Oseas) reclama a lo largo de todo su libro: no son los baales, no son los ídolos los que dan el pan a Israel, es el Dios verdadero. ¡Conviértanse de sus idolatrías! La voz del profeta parece de actualidad cuando nuevos baales en nuestro tiempo le quieren quitar el puesto de adoración al único que nos ama y que reclama nuestro amor. Ídolos, baales de nuestro tiempo: la idolatría del poder, la del dinero, la idolatría del lujo, la idolatría del sexo (Homilía 25 de febrero de 1979, VI p. 164).
Todo es evolución en la vida. La Iglesia se renueva. No podemos conservar tradiciones viejas que ya no tienen razón de ser. Mucho más aquellas estructuras en las cuales se ha entronizado el pecado y desde esas estructuras se atropella, se hacen injusticias, se cometen desórdenes. No podemos calificar de cristiana una sociedad, un gobierno, una situación, cuando en esas estructuras envejecidas e injustas nuestros hermanos sufren tanto (Homilía 25 de febrero de 1979, VI p. 173).
Venir a Misa el domingo es venir a realizar la alianza con Dios. Cada Misa de domingo es vivir la alianza que me hace respetar a Dios y sentir a Dios como el único Dios verdadero; frente al cual tengo que derrumbar todos los ídolos que le quieren quitar el puesto a Dios en mi propio corazón o en mi pueblo: ídolo del poder, ídolo del dinero, ídolo de la lujuria, ídolo de todas esas cosas que apartan a los hombres de Dios. El domingo tiene que ser para nosotros la alianza que se renueva con el Señor (Homilía 4 de marzo de 1979, VI p. 180).
Privarse de algo es liberarse de las servidumbres de una civilización que nos incita cada vez más a la comodidad y al consumo sin siquiera preocuparse de la conservación de nuestro ambiente, patrimonio común de la humanidad. ¡Fíjense qué palabras, que aun hacen el bien en el campo material! «Somos víctimas de una sociedad de consumo, de lujo» Y estamos sacando cosas de consumo, porque la propaganda es tremenda, y tomamos cosas aun superiores a nuestro sueldo. Queremos vivir el lujo, queremos consumir como consumen todos y nos estamos haciendo víctimas, esclavos (Homilía 4 de marzo de 1979, VI p. 183).
Cuando hablamos de Iglesia de los pobres simplemente estamos diciendo a los ricos también: vuelvan sus ojos a esta Iglesia y preocúpense de los pobres como de un asunto propio (Homilía 4 de marzo de 1979, VI p. 183).
La persecución es una nota característica de la autenticidad de la Iglesia. Que una Iglesia que no sufre persecución, sino que está disfrutando de los privilegios y el apoyo de las cosas de la tierra, ¡tengan miedo!, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo. Esto no quiere decir que sea normal esta vida de martirio y de sufrimiento, de miedo y de persecución, sino que debe significar el espíritu del cristiano. No estar con la Iglesia únicamente cuando las cosas andan bien, sino que seguir a Jesucristo con el entusiasmo de aquel apóstol que decía: «si es necesario muramos con él» (Homilía 11 de marzo de 1979, VI p. 190).
Si nuestra arquidiócesis se ha convertido en una diócesis conflictiva, no les quepa duda, es por su deseo de fidelidad a esta evangelización nueva, que del Concilio Vaticano II para acá y en las reuniones de obispos latinoamericanos, están exigiendo que tiene que ser una evangelización muy comprometida, sin miedo. Evangelización exigente que señala peligros y que renuncia a privilegios, y que no le tiene miedo al conflicto cuando ese conflicto lo provoca nada más la fidelidad al Señor (Homilía 22 de abril de 1979, VI p. 191).
Ustedes saben que está contaminado el aire, las aguas, todo cuanto tocamos y vivimos. Y a pesar de esa naturaleza que la vamos corrompiendo cada vez más y la necesitamos, no nos damos cuenta que hay un compromiso con Dios: que esa naturaleza sea cuidada por el hombre. Talar un árbol, botar el agua cuando hay escasez de agua, no tener cuidado con las chimeneas de los buses, envenenando nuestro ambiente con esos humos mefíticos, no tener cuidado donde se queman las basuras, todo eso es parte de la alianza con Dios. Cuidemos, queridos hermanos salvadoreños, por un sentido de religiosidad también, que no se siga empobreciendo y muriendo nuestra naturaleza (Homilía 11 de marzo de 1979, VI p. 192).
Podemos describir situaciones bien vergonzosas de hombres que debían darnos el ejemplo de honradez en el puesto de su gobierno, en sus negocios, en su dinero. ¿Y para qué aprovechan esos puestos, esas situaciones? Ya no se puede hacer nada por el bien común, se hace por el egoísmo. ¡Ah, si se revisaran muchas contabilidades! ¡Ah, si se pidiera cuenta de muchas obras públicas! No se ha respetado la ley de Dios por aquéllos que debían de ser el modelo, los legisladores, los que mandan. Y en el pueblo, naturalmente, al ejemplo de los de arriba cunde la duda, la incertidumbre y el afán también de aprovechar. Entonces, tenemos una nación corrupta de arriba hasta abajo, porque se han olvidado todos de la ley de Dios, nos hemos olvidado de la ley de Dios (Homilía 18 de marzo de 1979, VI p. 21l).
¡No robarás! Qué examen de conciencia podíamos hacer aquí, hermanos, cuando el robar como que se va haciendo ambiente. Y al que no roba se le llama tonto. Y al que hace un negocio o emprende una obra y no saca su mordida -a veces de millones-, no ha sabido aprovechar. ¡No robarás! Otra cosa sería el país si no se robara tanto. Quiero hacer justicia a muchas personas que tienen dinero y que son muy honradas, y se quejan de que se les echa a ellos la culpa en todo. Nos hacen mirar hacia otra parte para decir: no son las catorce familias las culpables solamente. Van multiplicándose ya esos apellidos; van saliendo ex-funcionarios bien provistos para su porvenir. Se van multiplicando propiedades, casas, negocios. ¿Será todo bien habido? ¡Bendito sea Dios! Pero, si en el fondo está quejándose el séptimo mandamiento, no puede bendecir el Señor. ¡No robarás! Es la verdad, y lo que tienes lo has robado. Lo has robado al pueblo que perece en la miseria. Lo has robado. Hermanos, robar siempre será pecado (Homilía 18 de marzo de 1979, VI p. 215).
Es Dios el que se vale de los hombres, aunque sean paganos, aunque no tengan fe cristiana. Esos hombres son instrumentos de Dios para salvar, para amar, para dar aliento, para dar esperanza (Homilía 25 de marzo de 1979, VI p. 228).
Este es el mensaje de interioridad con que la palabra de Dios hoy nos invita a vivir una religión no de decálogos y de dogmas, un conjunto de teorías, sino unas opciones personales, íntimas, por encima de prácticas exteriores y de lugares y de cosas. No hagamos consistir la religión en esas exterioridades, sino en la sinceridad, en la búsqueda íntima de Dios, de donde brotarán como fruto el amor, la justicia, la sinceridad, la verdad. Y esto lo estamos viviendo todos los días, hermanos. Cuando tenemos amistad con una persona no nos pagamos de los aparatos externos, no nos fijamos tanto en los signos; ante todo apreciamos la sinceridad, la estimación, el amor. A esto va llegando la relación de Dios con la humanidad, una relación en la que si es cierto que habrá una jerarquía, unos aparatos exteriores, pero no va a ser eso lo substancial. De nada serviría toda la belleza de nuestros templos, toda la magnificencia de nuestros ritos, si no tuviéramos un corazón que le habla con amor, con amistad, al Señor (Homilía 1 de abril de 1979, VI p. 243).
A cada uno de nosotros nos está diciendo Cristo: si quieres que tu vida y tu misión fructifique como la mía, haz como yo: conviértete en grano que se deja sepultar, déjate matar, no tengas miedo. El que rehuye el sufrimiento se quedará solo. No hay gente más sola que los egoístas. Pero si por amor a los otros, das tu vida como yo la voy a dar por todos, cosecharás muchos frutos, tendrás las satisfacciones más hondas. No le tengas miedo a la muerte, a las amenazas. Contigo va el Señor. El que quiera salvar su alma, es decir, en frase bíblica, el que quiera estar bien, el que no quiera tener compromisos, el que no se quiere meter en líos, el que quiere estar al margen de una situación en que todos tenemos que comprometernos, ése perderá su vida. Qué cosa más horrorosa haber vivido bien cómodo, sin ningún sufrimiento, no metiéndose en problemas, bien tranquilo, bien instalado, bien relacionado políticamente, económicamente, socialmente. Nada le hacía falta, todo lo tenía. ¿De qué sirve? Perderá su alma. Pero el que por amor a mí, se desinstale y acompañe al pueblo, y vaya en el sufrimiento del pobre, y se encarne y sienta suyo el dolor, el atropello, ése ganará su vida, porque mi Padre lo premiará (Homilía 1 de abril de 1979, VI p. 249).
La civilización del amor no es un sentimentalismo, es la justicia y la verdad. Una civilización del amor que no exigiera la justicia a los hombres, no sería verdadera civilización, no marcaría las verdaderas relaciones de los hombres. Por eso, es una caricatura de amor cuando se quiere apañar con limosnas lo que ya se debe por justicia; apañar con apariencias de beneficencia cuando se está fallando en la justicia social. El verdadero amor comienza por exigir entre las relaciones de los que se aman, lo justo (Homilía 12 de abril de 1979, VI p. 276).
Muchas veces se dicen palabras bonitas, se estrechan las manos y, quizás, hasta se den un beso, pero en el fondo no hay verdad. Por eso, una civilización donde se ha perdido la confianza del hombre a otro hombre, donde hay tanta mentira, donde no hay verdad, no hay fundamento de amor. No puede haber amor donde hay mentira. Falta en nuestro ambiente la verdad (Homilía 12 de abril de 1979, VI p. 276).
Llevar la capacidad de la verdad es sufrir el tormento interior que sufrían los profetas. Porque es mucho más fácil predicar la mentira, acomodarse a las situaciones para no perder ventajas, para tener siempre amistades halagadoras, para tener poder. ¡Qué tentación más horrible la de la Iglesia! Y sin embargo, ella, que ha recibido el Espíritu de la verdad, tiene que estar dispuesta a no traicionar la verdad; y si es necesario perder todos los privilegios, los perderá, pero dirá siempre la verdad (Homilía 22 de abril de 1979, VI p. 313).
Predicar la virtud ante el vicio, es provocar conflictos con el vicio. Predicar la justicia ante las injusticias y los atropellos, es provocar conflictos. El Evangelio que la Iglesia predica siempre provocará conflictos. Siempre que la Iglesia quiere ser coherente con su fundador, con el soplo del Espíritu que le dio el mensaje de llevar al mundo, o traiciona su fidelidad a ese Espíritu o pierde las ventajas del mundo pecador. Y es preferible quedarse con el Cristo que muere, pero que después resucita, a las ventajas de los perseguidores de Cristo, que por salvar su vida en este mundo, la perderán (Homilía 22 de abril de 1979, VI p. 314).
No hay derecho para estar tristes. Un cristiano no puede ser pesimista. Un cristiano siempre debe alentar en su corazón la plenitud de la alegría. Hagan la experiencia, hermanos, yo he tratado de hacerla muchas veces y en las horas más amargas de las situaciones, cuando más arrecia la calumnia y la persecución, unirme íntimamente a Cristo, el amigo, y sentir más dulzura que no la dan todas las alegrías de la tierra. La alegría de sentirse íntimo de Dios, aun cuando el hombre no lo comprenda a uno. Es la alegría más profunda que pueda haber en el corazón (Homilía 20 de mayo de 1979, VII p. 349).
En cualquier sistema o coyuntura política, la Iglesia no se identifica con ninguna opción política concreta, sino que apoya lo que en ella haya de justo, así como está dispuesta a denunciar siempre lo que tenga de injusto. No dejará de ser voz de los que no tienen voz mientras haya oprimidos, marginados de la participación en la gestación y en los beneficios del desarrollo del país (Homilía 20 de mayo de 1979, VI p. 357).
Dios es el Dios de Jesucristo. El Dios de los cristianos no tiene que ser otro, es el Dios de Jesucristo, el del que se identificó con los pobres, el del que dio su vida por los demás, el Dios que mando a su Hijo Jesucristo a tomar una preferencia sin ambigüedades por los pobres. Sin despreciar a los otros, los llamó a todos al campo de los pobres para poderse hacer iguales a Él. Nadie está condenado en vida; sólo aquel que rechaza el llamamiento del Cristo pobre y humilde y prefiera más las idolatrías de su riqueza y de su poder (Homilía 27 de mayo de 1979, VI p. 365).
Es espantoso oír que el aire se está corrompiendo, que no hay agua, que hay regiones en nuestra capital donde apenas llega por unos minutos y, a veces, nada; que los mantos de agua se están secando; que ya aquellos ríos pintorescos de nuestras montañas han desaparecido. La alianza de los hombres con Dios no se está cumpliendo porque el hombre es el Señor de la naturaleza y se está convirtiendo en un explotador de la naturaleza (Homilía 3 de junio de 1979, VI p. 375).
¡Cuántos cristianos mejor no dijeran que son cristianos, porque no tienen fe! Tienen más fe en su dinero y en sus cosas que en el Dios que construyó las cosas y el dinero (Homilía 3 de junio de 1979, VI p. 378).
Dios es el Dios de nuestro pueblo, el que va con nuestros signos, el que va con nuestras guerras y nuestras luchas, el que va con el pueblo en sus justas reivindicaciones. Este Dios maravilloso es el Dios que los cristianos hemos seguido adoptando. Este es el Dios de la revelación; no necesita grandes abstracciones ni filosofías de Atenas. No es un Dios de los filósofos. Es el Dios que decía Cristo: «Padre, te doy gracias porque has revelado estas cosas a los sencillos, a los humildes». ¡El Dios de los humildes! (Homilía 10 de junio de 1979, VI p. 389).
Me da lástima pensar que hay gente que no evoluciona. Hay gente que dice: «Todo lo que ahora hace la Iglesia está malo porque no es como cuando nosotros lo hacíamos cuando éramos niños». Y recuerdan su colegio y quisieran un cristianismo estático como museo de conservación. No es para eso el cristianismo ni el evangelio. Es para ser fermento de actualidad y tiene que denunciar no los pecados de los tiempos de Moisés y de Egipto, ni de los tiempos de Cristo y de Pilatos y de Herodes y del imperio romano, son los pecados de hoy aquí en El Salvador los que les toca vivir, el marco histórico. Este germen de santidad y de unidad tenemos que vivirlo aquí en la tremenda realidad de nuestro pueblo concreto (Homilía 17 de junio de 1979, VI p. 403).
Yo quisiera decirles que todo esto, ¿quién no lo ve?, son síntomas de una crisis y de una injusticia estructural en nuestro país. Las cosas no se pueden arreglar con represiones, con violencias. Es necesario profundizar en un diálogo que verdaderamente sea diálogo. No monólogo en defensa de un sólo modo de pensar, sino diálogo en el cual se va dispuesto a buscar la verdad y a deponer actitudes por más queridas que parezcan. Si no es así, no podremos salir de esas raíces de donde brotan tantas cosas desagradables (Homilía 17 de junio de 1979, VI p. 409).
Yo tengo fe, hermanos, que un día saldrán a la luz todas esas tinieblas, y que tantos desaparecidos y tantos asesinados, y tantos cadáveres sin identificar, y tantos secuestros que no se supo quién los hizo, tendrán que salir a la luz, y entonces tal vez nos quedemos atónitos sabiendo quiénes fueron sus autores (Homilía 16 de junio de 1979, VI p. 409).
Es hora de reflexionar sobre el pecado de la Iglesia, que todos lo podemos cometer, y porque el que denuncia tiene que estar dispuesto a ser denunciado. Lo estoy diciendo con franqueza cristiana y evangélica a los cristianos, empezando por mí mismo, un análisis de nuestro comportamiento frente a las exigencias de una Iglesia que no puede volver atrás en su compromiso preferencial por el pobre (Homilía 21 de junio de 1979, VII p. 10).
También se prostituye la Misa dentro de nuestra Iglesia cuando se celebra por codicia, cuando hemos hecho de la Misa un comercio. Parece mentira que se multipliquen las Misas sólo por ganar dinero. Se parece al gesto de Judas vendiendo al Señor, y bien merecía que el Señor tomara nuevamente el látigo del templo para decir: «Mi casa es casa de oración y ustedes la han hecho cueva de ladrones» (Homilía 30 de junio de 1979, VII p. 35).
Podemos presentar junto a la sangre de maestros, de obreros, de campesinos, la sangre de nuestros sacerdotes. Esto es comunión de amor. Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo (Homilía 30 de junio de 1979, VII p. 37).
La muerte es signo de pecado, cuando la produce el pecado tan directamente como entre nosotros: la violencia, el asesinato, la tortura donde se quedan tantos muertos, el machetear y tirar al mar, todo eso es el imperio del infierno. Son del diablo los que hacen la muerte. La experimentan los que le pertenecen al diablo. Colaboradores, agentes del demonio, impostores de algo extraño que no cabe en el plan de Dios. Por eso la Iglesia no se cansará de denunciar todo aquello que produce muerte. La muerte, aun la muerte natural, es producto y consecuencia del pecado (Homilía 1 de julio de 1979, VII pp. 41-42).
Siguen matando maestros. Continúan apareciendo cadáveres no identificados en distintas partes del país. Son tantos los que han muerto así, que ya se hace difícil hasta mencionar sus nombres o la vertiente política a la que pertenecen. Pero todos denuncian una danza macabra de venganza, de una violencia institucionalizada, pues unos mueren así directamente víctimas de la represión y otros mueren precisamente por servir a esa represión. Podemos decir que nuestro sistema es como aquel dios Moloc, insaciable en cobrarse víctimas, ya sea los que están contra él, ya sea también los que le sirven. Así paga el diablo. Por eso, cuando se me dice que yo sólo me fijo en una clase de muertos y no en otros, yo digo: ¡la muerte me duele tanto en cualquier hombre que sea! Esta danza macabra de la muerte por venganza política, es el mejor índice, espantoso índice, de lo injusto de nuestro sistema (Homilía 1 de julio de 1979, VII p. 42).
Es un escándalo en nuestro ambiente, que refleja la realidad descrita por Puebla, que haya personas e instituciones en la Iglesia que se despreocupen del pobre y que viven a gusto. Es necesario, pues, un esfuerzo de conversión (Homilía 1 de julio de 1979, VII p. 47).
Hay una frase en el saludo de Puebla a los pueblos de América Latina que me parece que da la pauta para aquellos que creen que cuando la Iglesia se proclama Iglesia de los pobres, como que se parcializa y desprecia a los ricos. ¡De ninguna manera! El mensaje es universal. Dios quiere salvar a los ricos también, pero precisamente porque los quiere salvar, les dice que nos se pueden salvar mientras no se conviertan al Cristo que vive precisamente en los pobres; y entonces el mensaje de Puebla dice que en esto consiste el ser pobre: «aceptar y asumir la causa de los pobres, como si estuvieran aceptando y asumiendo su propia causa, la causa misma de Cristo» (Homilía 1 de julio de 1979, VII p. 49).
Y a los ricos les quiero decir también que no basta una pobreza espiritual, una especie de deseo pero sin eficacia, a ellos les digo: mientras no encarnen esos deseos de pobreza evangélica en realizaciones que se interesen como en su propia causa por los pobres, como si se tratara de Cristo, seguirán siendo llamados los ricos: «los que Dios desprecia», porque ponen más confianza en su dinero (Homilía 1 de julio de 1979, VII p. 49).
El Espíritu de Cristo nos ha ungido desde el día de nuestro bautismo y formamos entonces un pueblo que no se puede equivocar en creer. ¡Qué consuelo me da esto, hermanos! Ustedes no se equivocan cuando escuchan a su obispo y cuando acuden, con una constancia que a mí me emociona, a la catedral a escuchar mi pobre palabra. Y no hay un rechazo, sino al contrario, siento que se acrecienta más en el corazón del pueblo la credibilidad a la palabra de su obispo. Siento que el pueblo es mi profeta (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 61).
Cada uno de ustedes tiene que ser un micrófono de Dios. Cada uno de ustedes tiene que ser un mensajero, un profeta. Siempre existirá la Iglesia mientras haya un bautizado, y ése único bautizado que quede en el mundo, es el que tiene ante el mundo la responsabilidad de mantener en alto la bandera de la verdad del Señor y su justicia divina. Por eso da lástima pensar en la cobardía de tantos cristianos y en la traición de otros bautizados. ¿Pero qué están haciendo, bautizados, en los campos de la política? ¿Dónde está su bautismo? Bautizados en las profesiones, en los campos de los obreros, en el mercado. Dondequiera que hay un bautizado ahí hay Iglesia, ahí hay profeta, ahí hay que decir lago en nombre de la verdad que ilumina las mentiras de la tierra. No seamos cobardes. No escondamos el talento que Dios nos ha dado desde el día de nuestro bautismo y vivamos de verdad la belleza y la responsabilidad de ser un pueblo profético (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 62).
Quienes se ríen de mí, como si yo fuera un loco creyéndome profeta, debían de reflexionar. Nunca me he creído profeta en el sentido de único en el pueblo, porque sé que ustedes y yo, el pueblo de Dios, formamos el pueblo profético. Y mi papel es únicamente excitar en ese pueblo su sentido profético, que no lo puedo dar yo, sino que lo ha dado el Espíritu. Y cada uno de ustedes puede decir con toda verdad: «El Espíritu entró en mí desde el día del bautismo y me envió a la sociedad salvadoreña, al pueblo de El Salvador», que si hoy anda tan mal es porque la misión profética ha fracasado en muchos bautizados. Pero, gracias a Dios, yo quiero decir también que hay en nuestra arquidiócesis un despertar profético en la comunidad eclesial de base, en el grupo que reflexiona la palabra de Dios, en esa conciencia crítica que se va formando en nuestro cristianismo que ya no quiere ser un cristiano de masa sino un cristiano consciente; que antes de recibir el bautismo, recibe una catequesis; que antes de casarse se instruye para saber a qué se compromete y para ser en realidad honor de este pueblo de Dios. Yo me alegro, y quiero felicitar a la Iglesia de la arquidiócesis en estos esfuerzos por despertar el sentido profético de nuestros cristianos. Este carisma nunca faltará en nosotros (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 62).
El profeta denuncia también los pecados internos de la Iglesia. ¿Y por qué no? Si obispos, Papa, sacerdotes, nuncios, religiosas, colegios católicos, estamos formados por hombres y los hombres somos pecadores y necesitamos que alguien nos sirva de profeta para que nos llame a conversión, para que no nos deje instalar una religión como si ya fuera intocable. La religión necesita profetas y gracias a Dios que los tenemos. Porque estaría muy triste una Iglesia que se sintiera tan dueña de la verdad que rechazara todo lo demás. Una Iglesia que sólo condena, una Iglesia que sólo mira pecado en los otros y no mira la viga que lleva en el suyo, no es la auténtica Iglesia de Cristo (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 63).
El éxito del profeta no es que se convierta la gente que oye su predicación; si eso sucede, bendito sea Dios. Dios ha logrado su fin por medio de su instrumento. Pero si el profeta no logra que esa gente testaruda se convierta, no importa. El éxito está en esto: en que ese pueblo testarudo, pecador, infiel, reconozca por lo menos que hubo un profeta que les habló en nombre de Dios (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 64).
Es terrible la misión del profeta; tiene que hablar aunque sepa que no le van a hacer caso. Si no le hacen caso, se perderán por su culpa, pero el profeta salvó su responsabilidad; hubo quien le dijera: «Esto dice el Señor». Y si, gracias a Dios, el malvado lo escuchó, se salvará él y también será gloria del profeta que le predicó. No podemos callar, queridos hermanos, como Iglesia profética en un mundo tan corrompido, tan injusto. Sería de veras la realización de aquella comparación tremenda: perros mudos. ¿De qué sirve un perro mudo que no cuida la heredad? (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 65).
Muchas personas que pertenecen a altas categorías y que se sentían las dueñas de la Iglesia, sienten que la Iglesia las abandona y como que ha olvidado la Iglesia su misión espiritual: ya no predica espiritual, ya sólo predica política. No es eso, es que esta señalando el pecado y esa sociedad tiene que escuchar ese señalamiento y convertirse para ser como Dios quiere (Homilía 8 de julio de 1979, VII p. 66).
Nadie es tan libre como el que no está subyugado al dios dinero. Y nadie es tan esclavo como el idólatra del dinero (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 76).
La riqueza es necesaria para el progreso de los pueblos, no lo vamos a negar. Pero un progreso como el nuestro, condicionado a la explotación de tantos que no disfrutarán nunca los progresos de nuestra sociedad, no es pobreza evangélica. ¿De qué sirven hermosas carreteras y aeropuerto, hermosos edificios de grandes pisos si no están más que amasados con sangre de pobres que no los van a disfrutar? (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 78).
Nadie comprende tanto al pobre como el que es pobre evangélico. Sabe lo que significa el hambre de la madre, del niño, del tugurio, porque él también vive, tal vez no en las condiciones físicas iguales, pero sí en una espiritualidad de pobre que lo hace comprender y compartir. No da como de arriba a abajo; ya no es tiempo de paternalismos; es tiempo de fraternidad, de sentir que es hermano, que me interesa el interés del pobre, del campesino, del que no tiene (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 78).
Y me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres y decir a todo el pueblo, gobernantes, ricos y poderosos: si no se hacen pobres, si no se interesan por la pobreza de nuestro pueblo como si fuera su propia familia, no podrán salvar a la sociedad (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 79).
Si hay una enfermedad en el pobre y en la clase media para abajo, esta es la enfermedad más terrible: ser víctima de la sociedad de consumo. Querer tener ya su televisor, querer tener ya también sus recepciones como las tienen los de más arriba, querer disfrutar la vida aun sin tener lo necesario para subsistir. El espíritu de pobreza es la mejor manera de conjurar esas tentaciones que aniquilan a la familia y la felicidad del hombre (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 79).
¡Qué sabio es el Señor Jesucristo al decirle a los apóstoles que vayan a evangelizar con la figura de un peregrino pobre! Y la Iglesia de hoy tiene que convertirse a ese mandato de Cristo. Ya no es tiempo de los grandes atuendos, de los grandes edificios inútiles, de las grandes pompas de nuestra Iglesia. Todo eso tal vez en otro tiempo tuvo su función y hay que seguírsela dando en función de la evangelización, servicio. Pero ahora, más que todo, la Iglesia quiere presentarse pobre entre los pobres y pobre entre los ricos, para evangelizar a pobres y ricos (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 79).
Si mañana, día de la Virgen del Carmen, las muchedumbres corren a su imagen y a vestirse el escapulario, no olviden que María es, ante todo, una mensajera profética de Cristo y que en su canto del Magnificat se acordó de los pobres, de los hambrientos y también dijo que Dios les pediría cuentas a los soberbios y a los orgullosos, a los ricos del mundo y los despediría vacíos si no se convierten a la pobreza de Dios... Una gran devoción a la Virgen, pero así, hermanos, una devoción liberadora, una devoción que nos haga aprender de María la libertad con que ella hablaba. Una devoción a la Virgen que nos haga sentir frente a Dios no para implantar nuestro modo de pensar o nuestra falsa prudencia, sino que sepa dar su cara por Cristo, cuando por la injusticia del mundo queda clavado en la cruz, y cuando todos huyen, ella se queda allí junto a Él (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 80).
¡Qué terrible es cuando la misión sacerdotal o profética se subordina al interés económico, cuando se ejerce el ministerio profético y sacerdotal subordinado a esos intereses sociales, económicos! Cuántas veces, queridos hermanos, -y estoy hablando de ustedes los laicos que son pueblo profético de Dios-, logrando escalar un puesto en política ya no son los mismos que antes. ¡Cuántas traiciones tenemos que lamentar! (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 81).
No podemos trabajar por quedar bien con los de arriba. Nuestra palabra en nombre de Dios tenemos que decirla denunciando tantas injusticias. ¡Hay tantas maneras de hacerse cómplice con las manos criminales! La Iglesia no puede complicarse con todo esto; tiene que decir su palabra aun cuando caiga mal a aquellos que, como en el caso de Amasías, tenían que hacer respetar más la voz de su rey que el mensaje de su Dios (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 80).
Querer hablar únicamente de confesarse para no tener pecados uno, pero luego no luchar también contra la injusticia del ambiente, no es ser verdadero pueblo de Dios. Es necesario que, junto con el esfuerzo por no tener yo pecados personales, trabaje también para arrancar los pecados sociales y de raíz, contra el poder del infierno y del demonio (Homilía 15 de julio de 1979, VII p. 82).
Orar y esperarlo todo de Dios y no hacer nada, no es orar. Eso es pereza, eso es alienación. Eso es pasivismo, conformismo. Ya no es tiempo, queridos hermanos, de decir: es voluntad de Dios. Muchas cosas que suceden no son voluntad de Dios. Cuando el hombre puede poner de su parte algo por mejorar las circunstancias y le pide a Dios el valor para realizarlo, entonces hay oración (Homilía 20 de julio de 1979, VII p. 95).
Un periodista o dice la verdad o no es periodista. Quiero agradecer por esto a la Agencia Periodística Independiente, API, que ha tenido la amabilidad de recoger mi homilía de la semana pasada y darle amplio lugar. Creo que son cuatro páginas enteras, cosa extraordinaria, ya que podemos decir aquí nadie es profeta en su tierra. Mientras veo mis pobres homilías publicadas hasta en inglés, en francés, fuera del país, y me las mandan, yo en el país no encuentro eco en nuestra prensa de lo que decíamos anteriormente, que debía dar testimonio de la verdad. Es que estas homilías quieren ser la voz de este pueblo, quieren ser la voz de los que no tienen voz. Y por eso, sin duda, caen mal a aquellos que tienen demasiada voz. Esta pobre voz que encontrará eco en aquellos que, como dije antes, amen la verdad y amen de verdad a nuestro querido pueblo (Homilía 29 de julio de 1979, VII p. 118).
Dios también se cuidará de amparar la justicia de las reivindicaciones de las organizaciones que tienen derecho a organizarse para defenderse mutuamente en sus derechos. Dios también aprueba el sindicalismo. Dios quiere al hombre unido. Dios no quiere la dispersión. Dios quiere -como ha dicho el Papa- que también al campesino se le facilite el acuerparse con otros campesinos y no disgregarlo para que sea masa explotable fácilmente (Homilía 5 de agosto de 1979, VII pp. 139-140).
Yo denuncio sobre todo la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, se quema! No es justo que unos pocos tengan todo y lo absoluticen de tal manera que nadie lo pueda tocar, y la mayoría marginada se está muriendo de hambre (Homilía 12 de agosto de 1979, VII p. 165).
Sin Cristo de nada sirven todos templos por más hermosos que sean... Uno de nuestros compositores populares, cantando a la muerte del Padre Rafael Palacios, dice esta preciosa frase: «Dios no está en el templo sino en la comunidad». ¡Ustedes son el templo! De qué sirve tener iglesias bonitas de las cuales podría decir Cristo lo que dice hoy a los fariseos: «¡Vuestro culto es vacío!». Así resultan muchos cultos lujosos, de muchas flores, de muchas cosas, invitados y demás, ¿pero dónde está la adoración en espíritu y verdad? (Homilía 2 de septiembre de 1979, VII p. 214).
Tal vez, con mis hermanos sacerdotes, hemos hecho consistir el culto en arreglar bien bonito el altar y, tal vez, cobrar tarifas más altas porque se adorna mejor. ¡Hemos comercializado! Por eso, Dios como entrando a Jesusalén con el látigo, nos está diciendo: «Habéis hecho mi casa de oración una cueva de ladrones» (Homilía 2 de septiembre de 1979, VII p. 214).
¡Mucho cuidado! No hagan consistir su religión sólo en cosas teóricas. Si una religión está vacía de obras, no entrará en el Reino de los cielos. Ya lo dijo el Señor: No es el que dice Señor, Señor, el que reza mucho y bonito, el que entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, Esto es la verdadera religión: no sólo conservarse limpio, sino visitar viudas y huérfanos. Es una expresión bíblica que quiere decir: ocuparse del necesitado (Homilía 2 de septiembre de 1979, VII p. 218).
No sirvamos al pobre con paternalismo: de arriba a abajo, socorrerlo. No es eso lo que Dios quiere, sino de hermano a hermano. Es mi hermano, es Cristo; y a Cristo no le voy yo de arriba a abajo, sino de abajo a arriba, a servirle (Homilía 2 de septiembre de 1979, VII p. 219).
De mi parte, queridos hermanos, no quisiera tener vida como la tienen muchos poderosos de hoy, cuando no viven de verdad, viven custodiados, viven con la conciencia intranquila, viven en zozobra. ¡Eso no es vida! «Si cumplís la ley de Dios, viviréis». Aunque me maten, no tengo necesidad... Si morimos con la conciencia tranquila, con el corazón limpio de haber producido sólo obras de bondad, ¿qué me puede hacer la muerte? Gracias a Dios que tenemos esos ejemplares de nuestros queridos agentes de pastoral, que compartieron los peligros de nuestra pastoral hasta el riesgo de ser matados. Yo, cuando celebro la eucaristía con ustedes, los siento presentes. Cada sacerdote muerto es para mí un nuevo concelebrante en la eucaristía de nuestra arquidiócesis. Sé que están aquí dándonos el estímulo de haber sabido morir sin miedo, porque llevaban su conciencia comprometida con la ley del Señor: la opción preferencial por los pobres (Homilía 2 de septiembre de 1979, VII pp. 225-226).
Es inconcebible que se diga a alguien «cristiano» y no tome como Cristo una opción preferencial por los pobres. Es un escándalo que los cristianos de hoy critiquen a la Iglesia porque piensa por los pobres (Homilía 9 de septiembre de 1979, VII p. 236).
Lamentablemente, queridos hermanos, somos el producto de una educación espiritualista, individualista, donde se nos enseñaba: «procura salvar tu alma y no te importe lo demás». Cómo decíamos al que sufría: «paciencia, que ya vendrá el cielo, aguanta». ¡No! No puede ser eso. Eso no es salvar, no es la salvación que Cristo trajo. La salvación que Cristo trae es la salvación de todas las esclavitudes que oprimen al hombre... Es necesario que el hombre de hoy, que vive bajo el signo de tantas opresiones y esclavitudes -el miedo que esclaviza los corazones, la enfermedad que oprime los cuerpos, la tristeza, la preocupación, el terror que oprime nuestra libertad y nuestra vida- rompa todas esas cadenas. ¡Por ahí hay que comenzar! (Homilía 9 de septiembre de 1979, VII p. 237).
En esto se conoce a un auténtico católico: en que está con su obispo. Si no está con su obispo, no puede decirse buen católico. Esto no quiere decir que el obispo va a tener un despotismo: «hagan lo que yo digo». Porque precisamente el servicio que el obispo da, está en servicio del pueblo. Precisamente en esta reunión que yo menciono de Cursillos de Cristiandad, hicimos una reflexión tan profunda, que yo creo que el obispo siempre tiene mucho que aprender de su pueblo, y precisamente en los carismas que el Espíritu da al pueblo, el obispo encuentra la piedra de toque de su humildad y de su autenticidad. Yo quiero agradecer a todos aquellos que, cuando no estén de acuerdo con el obispo, tengan la valentía de dialogar con él y de convencerlo de su error o de convencerse de su error (Homilía 9 de septiembre de 1979, VII pp. 245-246).
Yo quisiera hacer aquí un llamamiento a los queridos cristianos: no les está prohibido organizarse, es un derecho, y en ciertos momentos, como hoy, es también un deber, porque las reivindicaciones sociales, políticas, tienen que ser no de hombres aislados, sino la fuerza de un pueblo que clama unido por sus justos derechos. El pecado no es organizarse; el pecado es, para un cristiano, perder la perspectiva de Dios (Homilía 16 de septiembre de 1979, VII p. 261).
Un cristiano que se solidariza con la parte opresora no es verdadero cristiano. Un cristiano que defiende posiciones injustas que no se pueden defender, sólo por mantener su puesto, ya no es cristiano (Homilía 16 de septiembre de 1979, VII p. 262).
Una sonrisa de un niño equivale a millones. ¡Cuánto vale más para mí que un niño me tenga la confianza de sonreírme, de abrazarme y hasta de darme un beso a la salida de la iglesia, que si tuviera millones y fuera espantable a los niños! (Homilía 23 de septiembre de 1979, VII p. 285).
La trascendencia que la Iglesia predica no es una alienación, no es irse al celo a pensar en la vida eterna y olvidarse de los problemas de la tierra. Es una trascendencia desde el corazón del hombre. Es meterse en el niño, meterse en el pobre, meterse en el andrajoso, en el enfermo, en la cabaña, en la choza, es ir a compartir con él. Y desde la entraña misma de la miseria, de su situación, trascenderlo, elevarlo, promoverlo, decirle: Tú no eres basura, tú no eres un marginado. Es decirle cabalmente lo contrario: Tú vales mucho (Homilía 23 de septiembre de 1979, VII p. 286).
¿Por qué se mata? Se mata porque se estorba. Para mí que son verdaderos mártires en el sentido popular. Naturalmente, yo no me estoy metiendo en el sentido canónico, donde ser mártir supone un proceso de la suprema autoridad de la Iglesia, que lo proclame mártir ante la Iglesia universal. Yo respeto esa ley y jamás diré que nuestros sacerdotes asesinados han sido mártires todavía canonizados. Pero sí son mártires en el sentido popular, son hombres que han predicado precisamente esa incardinación con la pobreza, son verdaderos hombres que han ido a los límites peligrosos donde la UGB amenaza, donde se puede señalar a alguien y se termina matándolo como mataron a Cristo, Estos son los que yo llamo verdaderamente justos. Y si tuvieron sus manchas, ¿quién nos las tiene hermanos? ¿qué hombre no tiene algo de qué arrepentirse? Los sacerdotes que han sido matados también han sido hombres y tuvieron sus manchas. Pero el hecho de haber dejado que les quitaran la vida y no haberse huido, no haber sido cobardes y haberlos situado en esa situación de tortura, de sufrimiento, de asesinato, para mí es tan valioso como un bautismo de sangre y se han purificado. ¡Tenemos que respetar su memoria! (Homilía 23 de septiembre de 1979, VII p. 287).
Si yo fuera un celoso, como los personajes del Evangelio y de la primera lectura, diría: «¡Prohíbasele! Que no hable, que no diga nada. Sólo yo, obispo, puedo hablar». No. Yo tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su pueblo y, entonces, sí, recibir del pueblo y analizarlo y junto con el pueblo hacerlo construcción de Iglesia (Homilía 30 de septiembre de 1979, VII p. 302).
Es necesaria una reestructuración de nuestro sistema económico y social, porque no puede ser esta absolutización, esa idolatría de la propiedad privada, que es francamente un paganismo. El cristianismo no puede admitir una propiedad privada absoluta (Homilía 30 de septiembre de 1979, VII p. 310).
Y volvemos aquí a la opción preferencial por los pobres. No es demagogia, es Evangelio puro. Si no nos preocupamos de los intereses del pobrecito, del pequeñuelo, pero no de cualquier modo, sino porque representa a Jesús, por la fe que abre el humilde, el marginado, el pobre, el enfermo; mirar en él a Jesús, esa es la trascendencia. Cuando no se mira más que un rival, un imprudente, alguien que viene a aguarme mis fiestas, naturalmente, el pobre estorba. Pero cuando se abraza, como abrazó Cristo al leproso, y cuando levanta el buen samaritano al herido del camino, porque lo que haga a él, se lo hace a Cristo, esta es la trascendencia, sin la cual no es posible una perspectiva de justicia social, Cristo presente en los pequeñitos (Homilía 30 de septiembre de 1979, VII p. 314).
Nadie se casa sólo para ser felices los dos. El matrimonio tiene una gran función social, tiene que ser antorcha que ilumina a su alrededor, a otros matrimonios, caminos de otras liberaciones. Tiene que salir del hogar el hombre, la mujer, capaz de promover después en la política, en la sociedad, en los caminos de la justicia, los cambios que son necesarios y que no se harán mientras los hogares se opongan. En cambio, será tan fácil cuando desde la intimidad de cada familia se vayan formando esos niños y niñas que no pongan su afán en tener esas más, sino en ser más, no en atraparlo todo sino en darse a manos llenas a los demás. Hay que educarse para el amor. No es otra cosa la familia que amar y amar es darse, amar es entregarse al bienestar de todos, es trabajar por la felicidad común (Homilía 7 de octubre de 1979, VII p. 324).
Aquí hay un reto de Cristo a la bondad natural de los hombres. No basta ser bueno. No basta dejar de hacer el mal. Mi cristianismo es algo muy positivo, no es negación. Hay muchos que dicen: «Si yo no mato, yo no robo, yo no le hago mal a nadie». No basta. ¡Te falta mucho todavía! (Homilía 14 de octubre de 1979, VII p. 343).
Si hay un conflicto entre el gobierno y la Iglesia no es porque la Iglesia sea opositora política del gobierno, sino porque el conflicto ya está establecido entre el gobierno y el pueblo, y la Iglesia defiende al pueblo (Homilía 21 de octubre de 1979, VII 364).
Esto es mi afán principal como Pastor, que construyamos esa gran afirmación de la Iglesia que es el reino de Dios. De tal manera que ella no busca pelear con nadie ni halagar a nadie, sino ser ella misma. Estarán bien con ella los que, como ella, propugnen el reino de Dios en la tierra; y chocarán con ella los que se opongan al reino de Dios en la tierra (Homilía 28 de octubre de 1979, VII pp. 375-376).
Lo hemos dicho mil veces, que la Iglesia defiende este derecho del pueblo a organizarse. Pero que, naciendo con fines tan nobles, se puede prostituir también en una falsa adoración cuando se absolutiza, cuando se considera como valor supremo la organización y ya se subordina a ella todos los otros intereses, aunque sean del pueblo. Ya no interesa el pueblo, sino la organización (Homilía 4 de noviembre de 1979, VII p. 406).
El mal existe y es necesario que estos agentes de la seguridad tengan en cuenta que ellos muchas veces han sido mandados y que en un caso de depuración de los cuerpos de seguridad, a quienes hay que juzgar y castigar son a los altos jefes, que han podrido las mentes de esos hombres (Homilía 4 de noviembre de 1979, VII p. 410).
Se hacen fiestecitas muchas veces de Navidad, de cumpleaños, piñatas, y se cree que son grandes bienhechores aquellos que dan una fiestecita de esas, cuando no pagan lo justo a sus trabajadores. Quieren dar de caridad lo que ya se debe de justicia (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 423).
Los pobres son los forjadores de nuestra historia (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 424).
Solamente el que tiene espíritu de pobreza sabrá poner por encima de todo a Dios y al hombre que es la clave de toda civilización. No el tener grandes edificios, el tener grandes campos de aviación, grandes carreteras si por ellas no ha de pasar más que una minoría privilegiada y no el pueblo con cuya sangre se hacen todas esas cosas (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 425).
Nadie comprende al pobre tan bien como otro pobre (11 de noviembre de 1979, VII p. 425).
Yo les repito, a los que todavía no se apartan de estar de rodillas ante su dinero, que se sepan desprender a tiempo por amor, antes que los arranquen por la violencia. Este es el peligro de la extrema derecha. Y no sólo de la extrema derecha, de todos. Mi visión es pastoral, palabra de Evangelio que estoy predicando, y desde Cristo digo que el gran peligro de la verdadera civilización es el amor desmesurado de los bienes de la tierra, y que el ejemplo de estas dos viudas y del profeta Elías son llamadas elocuentes de Dios en una hora bien oportuna para El Salvador: desprendimiento para tener la libertad, y sólo desde la libertad del corazón, trabajar la verdadera liberación de nuestro pueblo (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 426).
El otro día, a uno de esos hombres que proclaman la liberación en el sentido político, le preguntábamos: ¿Qué significa para ustedes la Iglesia? Y dice esta palabra escandalosa: «Es que hay dos Iglesias: la Iglesia de los ricos y la Iglesia de los pobres. Creemos en la Iglesia de los pobres, pero no creemos en la Iglesia de los ricos». Naturalmente, es una frase demagógica y yo no admitiré nunca una división de la Iglesia. No hay más que una Iglesia, ésta que Cristo predica, la Iglesia que debe darse con todo el corazón; porque aquel que se llama católico y está adorando sus riquezas y no quiere desprenderse de ellas, no es cristiano, no ha comprendido el llamamiento del Señor, no es Iglesia. El rico que está de rodillas ante su dinero, aunque vaya a Misa y aunque haga actos piadosos, si no se ha desprendido en el corazón del ídolo dinero, es un idólatra, no es un cristiano. No hay más que una Iglesia, la que adora al verdadero Dios y la que le sabe dar a las cosas su valor relativo (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 426).
¡Qué vergüenza cuando se convierte el servicio religioso en una manera de ganar dinero! No hay escándalo más horroroso. Y yo diría a mis queridos hermanos sacerdotes, y a las instituciones católicas, a las congregaciones y colegios, y a todo aquello que se llama y quiere ser Iglesia: mucho cuidado con caer en esta maldición de Jesucristo que fustigó severamente, ante el ejemplo de la devoción auténtica de la viuda, la actitud de los falsos religiosos que hacen consistir en ampulosidades y exterioridades sus malas intenciones que llevan por dentro (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 427).
Por eso insisto yo, mucha oración. Oremos, pero no con una oración que nos aliene, no con una oración que nos haga fugarnos de la realidad. Jamás vayamos a la iglesia huyendo de nuestros deberes de la tierra. Vayamos a la Iglesia a tomar fuerzas y claridad para retornar a cumplir mejor los deberes del hogar, los deberes de la política, los deberes de la organización, la orientación sana de estas cosas de la tierra. Estos son los verdaderos liberadores (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 428).
Quisiera aclarar un punto. Se ha hecho bastante eco a una noticia de amenazas de muerte a mi persona... Quiero asegurarles a ustedes, y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa, que no abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio me exige (Homilía 11 de noviembre de 1979, VII p. 432).
Con este pueblo no cuesta ser un buen pastor. Es un pueblo que empuja a su servicio a quienes hemos sido llamados para defender sus derechos y para ser su voz (Homilía 18 de noviembre de 1979, VII p. 445).
No le tengamos miedo a quedarnos solos si es en honor a la verdad. Tengamos miedo de ser demagogos y andar ambicionando las falsas adulaciones del pueblo. Si no le decimos la verdad, estamos cometiendo el peor pecado: traicionando la verdad y traicionando al pueblo (Homilía 25 de noviembre de 1979, VII p. 475).
Y si de justicia se trata y de encontrar las causas de nuestros males, yo creo que el nuevo gobierno no debe parar hasta encontrar la última causa que está en la injusticia social. Siempre hemos pensado que todas las violencias que han hecho los cuerpos de seguridad, o que han padecido los cuerpos de seguridad, tienen una trasfondo más criminal: la injusticia social (Homilía 25 de noviembre de 1979, VII p. 486).
¿Cuál es el fin del progreso? No que unos pocos lo tengan todo y otros no tengan nada, sino que el progreso es alcanzar todos la verdad de Cristo, la salvación. También el Papa nos ha dicho que el criterio en todas estas relaciones es el hombre. El criterio de justicia que ha de prevalecer no ha de ser el de garantizar la conservación de lo que se ha adquirido, sino velar para que las riquezas de la sociedad y la propiedad privada misma, cumplan su función social; que las propiedades permitan satisfacer las necesidades fundamentales de todos los salvadoreños (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 29).
Surge siempre la necesidad de unas estructuras de justicia, de distribución, mejores que las que nos dominan. Es urgente, y ojalá que en esto sean fuertes los hombres del gobierno para llevar adelante estos cambios a pesar de todos los sombrerazos y amenazas de la clase adinerada, que no se detengan como se detuvieron regímenes anteriores cuando vieron la necesidad del cambio de estructuras, pero no se atrevieron porque el poder del dinero era más fuerte que la voluntad del gobierno. Yo quisiera que la preocupación principal de ANEP y de todos los que defienden sus intereses no fuera mantener su posición, sino ver cómo la economía del país permita que todos los salvadoreños puedan sostener, con el fruto de su trabajo, dignamente a sus propias familias. Este es el ideal que tenemos que buscar entre todos (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 30).
No se olviden lo que el Papa ha dicho: que la participación de la mujer en la política es válida pero tiene que ser una participación crítica. Que no se preste la mujer a instrumentalizarse en beneficio de unos intereses, sobre todo, si son egoístas. Que la mujer sea crítica para analizar en qué tiene que participar y en qué no. La mujer salvadoreña ha sido siempre una mujer muy digna. Ojalá que haga honor a su tradición y no se deje manipular, sobre todo cuando es contra su voluntad (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 31).
Urge que se agilicen los trámites para que en un plazo relativamente breve veamos frutos concretos en la solución de estos problemas tan sentidos por el pueblo. Yo creo que se están maneando mucho en los legalismos y legalidades. ¿Por qué antes no se hablaba de tanto respeto a la Constitución? Se pisoteó la Constitución como se quiso y ahora que se trata de restablecer, precisamente, el respeto a los derechos humanos no deben ser las leyes las que estorben a este proceso de la dignidad del hombre. Yo quiero recordar aquí la gran frase de Jesucristo cuando hablaba del sábado: «No es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre». Y ojalá que un gobierno de hecho, dé pasos de hecho. Y no se deje enredar en tantos legalismos para volver pronto la paz al país (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 32).
Quiero terminar agradeciendo las felicitaciones que me han llegado con motivo del título Doctor Honoris Causa que me va a conferir la Universidad de Lovaina el próximo 2 de febrero. Como lo he dicho en repetidas ocasiones: todos estos honores no los siento míos, ni me inspiran vanidad, sino que me dan la alegría de compartir con ustedes, queridos hermanos, una línea pastoral de defensa evangélica de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Y que es a ustedes a quien se condecora con todos estos honores. Y en nombre de ustedes, iré a recibirlo si Dios quiere (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 33).
Ningún cristiano debe sentirse sólo en su caminar, ninguna familia tiene que sentirse desamparada, ningún pueblo debe ser pesimista aún en medio de las crisis que parecen insolubles, como la de nuestro país. Dios está en medio de nosotros. Tengamos fe en esta verdad central de la sagrada revelación. Dios está presente, no duerme, está activo, observa, ayuda y a su tiempo actúa oportunamente. Por eso la presencia de Dios despierta en el corazón la verdadera alegría: ¡Alegraos en el Señor! De nuevo os repito: ¡Alegraos porque Dios está cerca! (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 38).
Dios es alegría, Dios no quiere la tristeza, Dios es optimista, Dios es posibilidad de todo lo bueno, Dios es omnipotencia para hacer el bien y el amor. ¿Quién puede estar triste con la presencia de un Dios que lo llena todo? (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 39).
La redención se ha hecho con cruz; el dolor del hombre es cruz y como cruz trae redención, y debe dar paz, alegría de pascua, esperanza de resurrección. No es conformismo porque el conformismo tampoco es alegría. El conformismo es un hombre pesimista, un hombre determinista que cree que todo le viene impuesto de arriba y que él no tiene acción alguna. Ese es un concepto falso, diría yo blasfemo, de la voluntad de Dios. El que no quiere salir de su situación de oprimido, de su situación de marginación creyendo que ésa es voluntad de Dios, está ofendiendo a Dios. ¡Dios no quiere la injusticia social! (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII pp. 38-39).
La verdadera pobreza es preocuparse preferencialmente por los pobres como si fuera nuestra propia causa. Y por eso, también sentir que uno es pobre y que necesita de Dios la fuerza en todas las situaciones (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 41).
La Iglesia no se vende a nadie, la Iglesia está comprometida sólo con el reino de Dios y exige las exigencias del reino de Dios a todo aquél que se le acerca. No debe rechazar a nadie si la buscan con sincero corazón (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 44).
El que tenga dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene que comer, participe aunque sea de lo poquito que tiene. Esto es una sociedad solidaria, es la que la Iglesia promueve preocupada por dar a todos lo necesario y no aceptar ciegamente la diferencia nacida del dinero o de la fuerza. «No abusen de la gente» -decía Juan Bautista- y la Iglesia repite: «No abusen». No hay hombres de dos categorías. No hay unos que han nacido para tenerlo todo y dejar sin nada a los demás; y una mayoría que no tiene nada y que no puede disfrutar la felicidad que Dios ha creado para todos. Esta es la sociedad cristiana que Dios quiere, en que compartamos el bien que Dios ha dado para todos (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 45).
Quiero insistir en esto, hermanos, porque yo creo que lo que hoy más necesita un salvadoreño maduro es sentido crítico. No estén esperando hacia dónde se inclina el obispo, o qué dicen otros, o qué dice la organización. Cada uno debe ser un hombre, una mujer crítica. «Por sus frutos se conoce el árbol». Miren qué produce y critiquen de acuerdo con las obras: al gobierno, a la organización política popular, al partido político, al grupo tal. No se dejen llevar, no se dejen manipular. Son ustedes, el pueblo, el que tiene que dar la sentencia de justicia a lo que el pueblo necesita (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 45).
El rico tiene que criticar a su propio ambiente de rico: el por qué de su riqueza, y por qué a su lado hay tanta gente pobre. Si es un rico cristiano ahí encontrará el principio de su conversión, en una crítica personal: ¿por qué yo rico y por qué a mi alrededor tantos hambrientos? (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII pp. 38-39).
El esposo infiel se convertirá y será un esposo modelo cuando tome conciencia de su machismo y por qué no es capaz de tener con su esposa unas relaciones de adulto, maduro, cristiano (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 46).
Yo les ofrezco aquí unas reflexiones a la palabra de Dios con el fin de que cada uno de ustedes asimile y desde su propia personalidad actúe como cristiano, si de verdad quiere hacer honor a la fe que profesa y no ser víctima del manipuleo ni del ambiente (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 46).
No basta la conversión de un publicano, de un soldado, de un borracho. Hay que descubrir la red de complicidades que permite el hecho de la prostitución a gran escala. ¡Si es que ya se ha hecho un sistema! Y cuando se dice quiénes son los dueños de ciertos moteles y de ciertas casas de prostitución, se queda uno horrorizado. A veces, los mismos puritanos que condenan la inmoralidad del pueblo están formando parte de este sistema: de corromper al pueblo en borracheras y prostituciones (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 46).
Una verdadera conversión cristiana hoy tiene que descubrir los mecanismos sociales que hace del obrero o del campesino personas marginadas. ¿Por qué sólo hay ingreso para el pobre campesino en la temporada del café y del algodón y de la caña? ¿Por qué esta sociedad necesita tener campesinos sin trabajo, obreros mal pagados, gente sin salario justo? Estos mecanismos se deben descubrir no como quien estudia sociología o economía, sino como cristianos, para no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez gente más pobre, marginados, indigentes (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII pp. 46-47).
Siento como Pastor que tengo un deber para con las organizaciones políticas populares. Aún cuando ellas desconfíen de mí, mi deber es defender su derecho de organización, apoyar todo lo justo de sus reivindicaciones. Pero así también, quiero mantener mi autonomía para criticar todos sus abusos de organización, para denunciar todo aquello que ya significa una idolatría de organización; y llamarlos, en cambio, a un diálogo de búsqueda entre todos. Las fuerzas organizadas son poderosas en una sociedad y lo pueden todo cuando son capaces de dialogar. Pero también disminuyen las fuerzas cuando son fanáticas y no quieren más que su propia voz. La palabra del arzobispo, pues, no es una oposición sistemática a las organizaciones (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 49).
No es que la Junta tenga derecho a hacer una transformación agraria, ¡tiene la obligación de hacerla! La palabra de Juan Pablo II es todo un lema: que se les quiten a los campesinos y a los pobres las barreras de la explotación. También me parece importante que el actual gobierno realice las reformas no como un regalo que la junta da al pueblo para ganarse su apoyo. La reforma agraria es una conquista que el pueblo ha merecido con su sangre derramada... La reforma agraria no debe de hacerse con la intención de encontrar una salida al modelo económico capitalista, que permita continuar su desarrollo y seguir acumulando y concentrando las riquezas en pocas manos, ahora desde el sector industrial, comercial o financiero. Tampoco debe de hacerse para volver a adormecer al campesino e impedir que siga organizando y aumentando su participación política, económica y social. La reforma agraria los campesinos dependientes del Estado, sino que debe dejarlos libres frente al Estado... La reforma agraria salvadoreña debe tener una perspectiva amplia; no sólo orientarse a la redistribución de tierra, sino de los recursos sociales. Que haya para todos los campesinos y pobres: médicos, escuelas, hospitales, electricidad, agua, etc. En una palabra, tender al desarrollo integral humano (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII pp. 55-56).
También me quiero dirigir en este momento y en este asunto tan grave y delicado a los sectores económicamente poderosos que van a ser afectados por la reforma agraria. Quiero dirigirme a ustedes, queridos hermanos, no como juez ni como enemigo, sino como Pastor y como salvadoreño hermano de todos los salvadoreños. Me interesa invitarlos a que caigan en la cuenta de la responsabilidad tan grande que tienen en estos momentos, de colaborar a que la crisis económica, política y social del país sea superada sin acudir a la violencia. Esas demostraciones de tiroteos y, sobre todo, el temor que se tiene -si es que no es verdad- de que la derecha está ingresando armas al país y va a pagar mercenarios. No es así como se defiende un bienestar (Homilía 16 de diciembre de 1979, VIII p. 56).
Esta noche no busquemos a Cristo entre las opulencias del mundo, entre las idolatrías de la riqueza, entre los afanes del poder, entre las intrigas, de los grandes. Allí no está Dios. Busquemos a Dios con la señal de los ángeles: reclinado en un pesebre, envuelto en los pobres pañales que le pudo hacer una humilde campesina de Nazaret, unas mantillitas pobres y un poco de zacate como descanso del Dios que se ha hecho hombre, del Rey de los siglos que se hace a los hombres como un pobrecito accesible niño. Es hora de mirar hoy al Niño Jesús no en las imágenes bonitas de nuestros pesebres, hay que buscarlo entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer, entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales, entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo necesario para llevar un regalito a su mamá, [307] o, quién sabe, del vendedor de periódicos que no logró vender los periódicos y recibirá una tremenda reprimenda de su padrastro o de su madrasta. ¡Qué triste es la historia de nuestros niños! Todo eso lo asume Jesús esta noche (Homilía 24 de diciembre de 1979, VIII p. 84).
No todo es alegría, hay mucho sufrimiento, hay muchos hogares destrozados, hay mucho dolor, hay mucha pobreza. Hermanos, todo eso no lo miremos con demagogia. El Dios de los pobres ha asumido todo eso y le está enseñando al dolor humano el valor redentor, el valor que tiene para redimir al mundo la pobreza, el sufrimiento, la cruz. No hay redención sin cruz. Pero esto, no quiere decir un pasivismo de nuestros pobres, a los que hemos mal adoctrinado cuando les decimos: «Es la voluntad de Dios que seas pobre, marginado y no tienes esperanza». ¡Eso no! Dios no quiere esa injusticia social; pero si una vez que existe se da como un tremendo pecado de los opresores, -y la violencia más grande está en ellos que privan de felicidad a tanto ser humano y que están matando de o le está diciendo al pobre, como Cristo al oprimido, cargando con su cruz, salvarás al mundo si le das a tu dolor no un conformismo que Dios no quiere, sino una inquietud de salvación, si mueres en tu pobreza suspirando por tiempos mejores, haciendo de tu vida una oración y acuerpando todo aquello que trata de liberar al pueblo de esta situación (Homilía 24 de diciembre de 1979, VIII p. 84).
¿Qué puedo hacer y no hice? ¿Qué hice mal? Porque soy el primero en reconocer como todo ser limitado, humano, que no todo lo que he hecho, es bueno. Que al decirle al Señor en la Misa que me perdone por pecados de omisión, estoy señalando el capítulo más misterioso de la maldad de cada corazón, lo que se pudo hacer y no se hizo. ¡Cuánto vacío en la vida, cuánto bien dejamos de hacer! (Homilía 31 de diciembre de 1979, VIII p. 110).
Queremos decirles a todos los salvadoreños que es cierto, vivimos una hora muy incierta. ¿Qué nos espera el 1980? ¿Será el año de la guerra civil? ¿Será el año de la destrucción total? ¿No habremos merecido de Dios la misericordia con tanta sangre derramada ya, porque tal vez se ha derramado con odio, con represión, con violencia? Que el Señor tenga, ante este porvenir incierto, misericordia de nosotros. Yo no quiero ser pesimista, porque les quiero decir a ustedes que la fuerza que nos debe de sostener es la oración (Homilía 31 de diciembre de 1979, VIII p. 110).
Lo que hay que salvar ante todo es el proceso de liberación de nuestro pueblo. El pueblo ha emprendido un proceso que ya le ha costado mucha sangre y no se puede echar a perder. Que la crisis de este proceso hay que salvarla en un éxito del proceso, y eso es lo que tenemos que buscar (Homilía 6 de enero de 1980, VIII p. 130).
Hay que tener en cuenta, queridos militares, que toda institución, incluida la institución castrense, está al servicio del pueblo. Es el bien del pueblo el que debe mandar para un cambio de infraestructura y reglamentaciones en toda institución. Toda institución debe ser susceptible de sufrir cambios según lo exija el bien del pueblo, y no que por absurdos cánones de jerarquía se ahoguen las aspiraciones de un pueblo (Homilía 6 de enero de 1980, VIII p. 132).
Yo creo que los que verdaderamente quieren gobernar al pueblo para un verdadero bien, tienen que contar con la sincera participación del pueblo noble de El Salvador y no usar ese nombre sólo como escalera para subir, y después no se le tiene en cuenta al verdadero pueblo, que es al que tienen que servir desde el gobierno (Homilía 6 de enero de 1980, VIII p. 134).
Finalmente, un llamamiento a la oligarquía. Les repito lo que dije la otra vez: no me consideren ni juez ni enemigo. Soy simplemente el Pastor, el hermano, el amigo de este pueblo que sabe de sus sufrimientos de sus hambres, de sus angustias; y en nombre de esas voces yo levanto mi voz para decir: no idolatren sus riquezas, no las salven de manera que dejen morir de hambre a los demás. Hay que compartir para ser felices. El cardenal Lorscheider me dijo una comparación muy pintoresca: «hay que saber quitarse los anillos para que no le quiten los dedos». Creo que es una expresión bien inteligible. El que no quiere soltar los anillos se expone a que le corten la mano; y al que no quiere dar por amor y por justicia social, se expone a que se lo arrebaten por la violencia (Homilía 6 de enero de 1980, VIII p. 134).
Todo salvadoreño bautizado que está trabajando en política en esta situación tan tremenda de El Salvador, tiene que mirar la amplitud del reino de Dios. No debe fanatizarse en pequeños grupitos, en partidos políticos. No tiene que fanatizarse sin mirar, por la rendija de su única organización, de su único proyecto, todo el panorama político del bien común de nuestro pueblo. Tiene que ser un ciudadano que desde la perspectiva de la esperanza cristiana comprenda al otro que tiene otro proyecto político y, entre todos, buscar el reino de Dios para que se encarne, se entronice en El Salvador (Homilía 13 de enero de 1980, VIII p. 144).
Yo quisiera suplicar a los líderes políticos que hablan por micrófono, que no cometan la falta que yo cometo: de gritar demasiado cuando tenemos un micrófono por delante. ¡Si para algo estos inventos nos ayudan a que no nos gastemos tanto la garganta! Porque cuando uno oye gente con los micrófonos por delante gritando como un demagogo, dice: ¿Y para qué le sirve el micrófono a este hombre? Ojalá pudiéramos tener la serenidad con que Cristo debió hablar: «No gritará, ni clamará, ni voceará por las calles». Hay un dicho que dice: «No levantes la voz, refuerza tus razones». Muchas veces gritamos cuando no tenemos razones (Homilía 13 de enero de 1980, VIII p. 145).
Él es el verdadero líder la liberación. Así nos lo presenta la primera lectura de hoy: «Te he formado y te he hecho alianza de mi pueblo para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de las mazmorras a los que habitan en las tinieblas». Es un lenguaje que lo podemos entender y que se traduce en lenguaje moderno: ¡los oprimidos! Cristo vino por los oprimidos de toda clase. Y todo aquél que quiera liberar al pueblo de la opresión, no puede encontrar otro líder más grande que Cristo, el único liberador (Homilía 13 de enero de 1980, VIII p. 146).
Las comunidades eclesiales de base, el obispo, tenemos que vivir en comunión la realidad, porque no somos nosotros competentes como comunidad eclesial para tomar opciones concretas. En la actualidad se presentan, creo yo, tres opciones: la del gobierno, la de la oligarquía y la de las organizaciones populares. Cada uno es libre de tomar la opción que quiera. Pero como Iglesia sí tenemos que señalar, a cualquier opción, el criterio evangélico de orientarlo hacia el bien del pueblo. Que ninguna opción se haga buscando ventajas personales o de grupos, mucho menos queriendo mantener egoísmos que atropellan al pueblo; sino que desde esta tribuna de la comunidad cristiana, el Pastor y las comunidades cristianas tenemos la obligación de no parcializarnos, sino ser conciencia cristiana en medio de nuestro pueblo, precisamente para orientarlo todo a que este pueblo sea un reflejo del reino de Dios aquí en la tierra (Homilía 13 de enero de 1980, VIII p. 152).
Tenemos que condenar esta estructura de pecado en que vivimos, esta podredumbre que presiona, lastimosamente, a muchos hombres a tomar opciones radicales y violentas. Los culpables son, precisamente, los que mantienen estas estructuras de injusticia social, que hacen perder la esperanza de que se puedan arreglar de otro modo, más que por la violencia. Ellos tienen que considerar que si queremos evitar estos caminos hacia la clandestinidad, hacia la violencia, hacia tantos desórdenes, tienen que empezar por quitar el gran desorden de su egoísmo y de su injusticia social (Homilía 13 de enero de 1980, VIII p. 156).
La oligarquía está tratando de organizar y ampliar sus fuerzas para defender sus intereses. Nuevamente, a nombre de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia, les hago un nuevo llamado para que oigan la voz de Dios y compartan con todos gustosamente el poder y las riquezas, en vez de provocar una guerra civil que nos ahogue en sangre. Todavía es tiempo de quitarse los anillos para que no les vayan a quitar la mano (Homilía 13 de enero de 1980, VIII pp. 156-157).
La Junta de Gobierno debe ordenar en forma eficaz el cese inmediato de tanta represión indiscriminada, porque la junta también es responsable de la sangre, del dolor de tanta gente. Las Fuerzas Armadas, sobre todo los Cuerpos de Seguridad, deben deponer esa saña y odio cuando persiguen al pueblo. Debe demostrar con hechos que están en favor de las mayorías y que el proceso que han iniciado es de carácter popular. Ustedes, o muchos de ustedes, son de extracción popular, por lo que la institución del Ejército debería estar al servicio del pueblo. No destruyan al pueblo, no sean ustedes los promotores de mayores y más dolorosos estallidos de violencia con los que justamente podría responder un pueblo reprimido (Homilía 20 de enero de 1980, VIII p. 177).
Estas organizaciones populares y, sobre todo, a las de carácter militar y guerrillero del signo que sean, les digo también: que cesen ya esos actos de violencia y terrorismo, muchas veces sin sentido, y que son provocadores de situaciones más violentas (Homilía 20 de enero de 1980, VIII p. 178).
Queridos hermanos, quiero hacer un llamamiento a todos los sectores del país para que evitemos tener que llegar a una guerra civil y de todos modos logremos en nuestro país una auténtica justicia. Para ello es indispensable que todos estemos dispuestos a compartir con los demás lo que somos y lo que tenemos, y participar, en la medida de nuestras posibilidades económicas, a crear esta estructura política que de acuerdo con el plan de Dios favorezca equitativamente a todos los salvadoreños (Homilía 20 de enero de 1980, VIII p. 181).
Hago un llamado al sector no organizado, que hasta ahora se ha mantenido al margen de los acontecimientos políticos, pero que está padeciendo sus consecuencias, para que como recomienda Medellín, actúen en favor de la justicia con los medios que disponen y no sigan pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz. De lo contrario, serán también responsables de la injusticia y sus funestas consecuencias (Homilía 20 de enero de 1980, VIII pp. 181-182).
Como Pastor y como ciudadano salvadoreño me apena profundamente que se siga masacrando el sector organizado de nuestro pueblo sólo por el hecho de salir ordenadamente a la calle para pedir justicia y libertad (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 202).
Estoy seguro que tanta sangre derramada y tanto dolor causado a los familiares de tantas víctimas no será en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y cada vez más numerosas semillas de salvadoreños que tomarán conciencia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de las reformas estructurales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 202).
El grito de liberación de nuestro pueblo es un clamor que sube hasta Dios y que ya nada ni nadie lo puede detener (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 202).
A quienes caen en la lucha, con tal que sea con sincero amor al pueblo y en busca de una verdadera liberación, debemos considerarlos siempre entre nosotros (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 202).
Ante el horroroso saldo de sangre y violencia que nos deja esta semana, quiero hacer, en nombre del Evangelio, un nuevo llamamiento a todos los sectores de los salvadoreños: a dejar los caminos de la violencia y a buscar con mayor empeño soluciones de diálogo, que siempre son posibles mientras los hombres no renuncien a su propia racionalidad y a su buena voluntad (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 203).
Se ha comprobado una vez más que la violencia no construye, sobre todo la violencia de una derecha recalcitrante que instrumentaliza la violencia represiva de la Fuerza Armada para violar, en su favor, los sagrados derechos humanos de la expresión y la organización que el pueblo ya sabe defender. A la violencia de la Fuerza Armada debo recordar su deber de estar al servicio del pueblo y no de los privilegios de unos pocos. Quisiéramos ver que reprimen con igual furia la subversión de la derecha, y que puede ser mejor controlada por las fuerzas de seguridad. A esta violencia intransigente de la derecha vuelvo a repetir la severa admonición de la Iglesia cuando le hace culpable de la cólera y de la desesperación del pueblo. Ellos son el verdadero germen y el verdadero peligro del comunismo que hipócritamente denuncian (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 203).
Esta misma Iglesia, que defiende el derecho de organización y apoya todo lo justo de sus reivindicaciones, no puede estar de acuerdo con las violencias desproporcionadas de las fuerzas de la organización ni con sus estrategias de destrucción y de crueldad, que las hace igualmente represivas que sus fuerzas antagónicas, ni son su ideología cuando ellas atentan contra la fe y los sentimientos de nuestro pueblo. Y, en cambio, espera de ustedes, los organizados, que sean fuerzas racionales de política para el bien común del pueblo. Hacer la revolución no es matar a uno que otro hombre, porque sólo Dios es dueño de la vida. Hacer la revolución no es hacer pintas en las paredes ni gritar desaforados en las calles. Hacer la revolución es reflexionar proyectos políticos que estructuren mejor un pueblo justo y de hermanos (Homilía 27 de enero de 1980, VIII p. 204).
Esta es una invitación a todos, hermanos, nadie está excluido, todos tenemos ese santuario íntimo de la conciencia donde Dios está esperando la hora en que tú bajes a hablar con Él y decidas, a la luz de su mirada, tu propio destino. ¡Qué hermoso es pensar que a la hora que yo quiera tengo audiencia con Dios! Que en cualquier momento que yo quiera recogerme en oración, Dios me está esperando y me está escuchando (Homilía lo de febrero de 1980, VIII p. 213).
Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos orgullosos, tantos hombres apegados de sí mismos, adoradores de los falsos dioses. No se han encontrado con el verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera grandeza. Y qué desgraciada es la vida cuando en vez de encontrar al Dios verdadero se está adorando al falso dios: dios dinero, dios orgullo, dios placer. Todo eso, ¡falsos dioses! (Homilía 10 de febrero de 1980, VIII p. 214).
Quiero recordar el comentario de la YSAX, y muchos vieron por televisión a qué se refiere: Queremos señalar la intervención del señor D'Aubuisson por lo que tiene de falaz, de mentirosa, de deformadora. Esperamos que la Fuerza Armada haya podido medir la falsedad de este señor que quiere nombrar héroe nacional a un torturador, que no se hace cargo ni de los desaparecidos ni de los asesinados ni de los torturados, que confunde la letra de los estatutos de ORDEN con su práctica inveterada de amedrentamiento y de muerte, y que aporta testimonios falsos que no engañan ni al más tonto, como del que se decía nicaragüense y confundía el Caribe con el golfo de Fonseca, o con el otro sujeto que apenas podía expresarse. Un proyecto que tiene necesidad de echar mano de gente de esta categoría, ya puede verse qué clase de bien puede traer para el pueblo (Homilía 10 de febrero de 1980, VIII pp. 224-225).
Queridos hermanos, yo aprovecho para decirles, sobre todo, a los queridos hermanos de las organizaciones populares políticas: que las reivindicaciones del pueblo son muy justas y que hay que seguir defendiendo la justicia social y el amor a los pobres. Pero por eso, si de verdad amamos al pueblo y tratamos de defenderlo, no le vayamos a quitar lo más valioso: su fe en Dios, su amor a Jesucristo, sus sentimientos cristianos (Homilía 10 de febrero de 1980, VIII p. 226).
Bajando se puso a dirigirles la palabra y es así como se inicia el Evangelio: «Dichosos los pobres porque vuestro es el Reino de los cielos». Y en contraposición a estas cuatro bienaventuranzas denuncia por qué hay pobres, por qué hay gente que tiene hambre, por qué hay gente que sufre. Esos, que son bienaventurados porque sufren, porque lloran, porque tienen hambre, ¿por qué existen? Es tremendo el Evangelio de hoy cuando señala las causas de esas carencias: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!». Resuena en la voz de Cristo el acento de todos los profetas del Viejo Testamento. ¡Qué tremendos son los profetas cuando denuncian a los que juntan casa con casa y a los que juntan terrenos y terrenos y se hacen dueños de todo el país! e la pobreza como carencia de lo necesario, es una denuncia. Hermanos, quienes dicen que el obispo, la Iglesia, los sacerdotes, hemos causado el malestar del país, quieren echar polvo sobre la realidad. Los que han hecho el gran mal son los que han hecho posible tan horrorosa injusticia social en que vive nuestro pueblo (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 233).
Los pobres han marcado el verdadero caminar de la Iglesia. Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen, no es verdadera Iglesia de Jesucristo (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 233).
Queremos una Iglesia que de veras esté codo a codo con el pobre pueblo de El Salvador y así notamos que cada vez, en este acercarse al pobre, descubrimos el verdadero rostro del Siervo sufriente de Yahvé. Es allí donde nosotros conocemos más cerca el misterio del Cristo que se hace hombre y se hace pobre por nosotros (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 234).
¿Qué otra cosa hace la Iglesia? Anunciar la buena nueva a los pobres. Pero no con un sentido demagógico, como excluyendo a los demás, sino al contrario. Aquéllos que secularmente han escuchado malas noticias y han vivido peores realidades, están escuchando a través de la Iglesia la palabra de Jesús: ¡El reino de Dios se acerca! Es nuestro. ¡Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios! Y desde allí tiene también una buena nueva para anunciar a los ricos: que se conviertan al pobre para compartir con él los bienes del reino de Dios, que son de los pobres (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 234).
Las mayorías pobres de nuestro país encuentran en la Iglesia la voz de los profetas de Israel. Existen entre nosotros los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias, -como decían los profetas-, los que amontonan violencia y despojo en sus palacios, los que aplastan a los pobres, los que hacen que se acerque un reino de violencia acostados en camas de marfil, los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo para ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país. Estos textos de los profetas no son lejanas voces que leemos reverentes en nuestra liturgia, son realidades cotidianas cuya crueldad e intensidad vivimos a diario (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII pp. 234-235).
Y por eso, la Iglesia sufre el destino de los pobres: la persecución. Se gloría nuestra Iglesia de haber mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de comunidades, con las masacres del pueblo y haber llevado siempre la marca de la persecución. Precisamente porque estorba, se la calumnia y no se quisiera escuchar en ella la voz que reclama contra la injusticia (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 235).
Pecado es aquello que dio muerte al Hijo de Dios y pecado sigue siendo aquello que da muerte a los hijos de Dios. Esa verdad fundamental de la fe, la vemos a diario en situaciones de nuestro país. No se puede ofender a Dios sin ofender al hermano. No es, por ello, pura rutina que repitamos una vez más la existencia de una estructura de pecado en nuestro país. Son pecado porque producen los frutos del pecado: la muerte de los salvadoreños, la muerte rápida de la represión o la muerte lenta de la opresión estructural. Por ello, hemos denunciado el pecado de la injusticia (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 235).
El que denuncia debe estar dispuesto a ser denunciado. Y si la Iglesia denuncia las injusticias, está dispuesta también a escuchar que se la denuncie y está obligada a convertirse. Y los pobres son el grito constante que denuncia, no sólo la injusticia social, sino también la poca generosidad de nuestra propia Iglesia (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 236).
La pobreza es una espiritualidad, es una actitud del cristiano, es una disponibilidad del alma abierta a Dios. Por eso decía Puebla que los pobres son una esperanza en América Latina, porque son los más disponibles para recibir los dones de Dios. Por eso Cristo dice con tanta emoción: ¡Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios! Ustedes son los más capacitados para comprender lo que no comprenden quienes están de rodillas ante los falsos ídolos y confían en ellos. Ustedes, que no tienen esos ídolos, ustedes que no confían porque no tienen el dinero o el poder, ustedes desvalidos de todo, cuanto más pobres más dueños del reino de Dios, con tal que vivan de verdad esta espiritualidad. Porque la pobreza que aquí dignifica Jesucristo no es una pobreza simplemente una pobreza que toma conciencia, es una pobreza que acepta la cruz y el sacrificio no con conformismo porque sabe que no es voluntad de Dios. Pero sabe también que en la medida en que hace de su pobreza una conciencia, una espiritualidad, una entrega, una disponibilidad al Señor, se está haciendo santo y desde una santidad sabrá ser el mejor liberador de su propio pueblo. La Iglesia está forjando estos liberadores del pueblo. Ustedes cristianos, en la medida en que su pobreza se convierta en espiritualidad, en esa medida también ustedes son liberadores de nuestro pueblo (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII pp. 236-237).
«Bienaventurados los pobres de espíritu». Y muchos han tergiversado esta frase hasta el modo de querer decir que todos son pobres, hasta el que está oprimiendo a los demás. No es cierto. En el contexto del Evangelio «pobre de espíritu», -y como Lucas dice simplemente «pobres»-, es el que carece, el que está sufriendo una opresión, el que necesita de Dios para salir de esta situación (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 238).
María también llega a decir una palabra que diríamos hoy insurreccional: Derriba del trono a los poderosos cuando éstos ya son un estorbo para la tranquilidad del pueblo. Esta es la dimensión política de nuestra fe: la vivió María, la vivió Jesús. Era auténticamente un patriota de un pueblo que estaba bajo una dominación extranjera y que Él, sin duda, la soñaba libre. Pero, mientras tanto, tuvo que pagar el tributo al César: Dad al César lo que es el del César, pero no deis al César lo que es de Dios. A Dios lo que es de Dios (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 238).
No es un prestigio para la Iglesia estar bien con los poderosos. Este es el prestigio de la Iglesia: sentir que los pobres la sienten como suya, sentir que la Iglesia vive una dimensión en la tierra llamando a todos, también a los ricos, a convertirse y salvarse desde el mundo de los pobres, porque ellos son únicamente los bienaventurados (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 239).
Este es el compromiso de ser cristiano: seguir a Cristo en su encarnación. Y si Cristo es Dios majestuoso que se hace hombre humilde hasta la muerte de los esclavos en una cruz y vive con los pobres, así debe ser nuestra fe cristiana. El cristiano que no quiere vivir ese compromiso de solidaridad con el pobre, no es digno de llamarse cristiano (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 240).
Cristo nos invita a no tener miedo a la persecución, porque, créanlo hermanos, el que se compromete con los pobres tiene que correr el mismo destino de los pobres. Y en El Salvador ya sabemos lo que significa el destino de los pobres: ser desaparecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII P. 240).
Quiero felicitar con inmensa alegría y gratitud a los sacerdotes, precisamente cuanto más están comprometidos con los pobres, son más difamados; precisamente cuanto más comprometidos con la miseria de nuestro pueblo, más calumniados. Quiero alegrarme con los religiosos y las religiosas comprometidos con este pueblo hasta el heroísmo de sufrir con él, con las comunidades cristianas, con los catequistas, que mientras huyen los cobardes, se quedan en el puesto (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 240).
Dichosos los que trabajan las liberaciones políticas de la tierra teniendo en cuenta la redención de aquél que salva del pecado y salva de la muerte (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 241).
En el afán de hacer una Iglesia así, como la que nos ha presentado Cristo hoy: una Iglesia de los pobres, pero no por clase social, sino porque salva a través de los pobres a todo el que quiere salvarse. Tratemos de hacerla, hermanos, así, nuestra arquidiócesis (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 242).
Lo que marca para nuestra Iglesia los límites de esta dimensión política de la fe, es precisamente el mundo de los pobres. En las diversas coyunturas políticas lo que interesa es el pueblo pobre. No quiero detallarles todos los vaivenes de la política en mi país, he preferido explicarles las raíces profundas de la actuación de la Iglesia en este mundo explosivo de lo socio-político salvadoreño y he pretendido esclarecerles el último criterio, que es teológico e histórico, para la actuación de la Iglesia en este campo: el mundo de los pobres. Según les vaya a ellos, al pueblo pobre, la Iglesia irá apoyando desde su especificidad de Iglesia, uno u otro proyecto político. O sea, que la Iglesia así es como mira en este momento de la homilía: apoyar aquello que beneficie al pobre; así como también denunciar todo aquello que sea un mal para el pueblo (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII pp. 245-246).
Movido por esta inquietud es que me he atrevido a hacer una carta para el mismo presidente Carter y que la voy a mandar después de que ustedes me digan su opinión. Señor Presidente: Me preocupa bastante la noticia de que el gobierno de los Estados Unidos está estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador enviando equipos militares y asesores para entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia. En caso de ser cierta esta información periodística, la contribución de su gobierno en lugar de favorecer una mayor justicia y paz en El Salvador, agudiza sin duda la injusticia y la represión en contra del se respeten sus derechos humanos más fundamentales... Como salvadoreño y arzobispo de la arquidiócesis de San Salvador tengo la obligación de velar porque reine la fe y la justicia en mi país, le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos: prohíba se dé esta ayuda militar al gobierno salvadoreño. Garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc., en determinar el destino del pueblo salvadoreño. En estos momentos estamos viviendo una grave crisis económico-política en nuestro país, pero es indudable que cada vez más el pueblo es el que se ha ido concientizando y organizando y con ello ha empezado a capacitarse para ser el gestor y responsable del futuro de El Salvador y el único capaz de superar la crisis. Sería injusto y deplorable que por la intromisión de potencias extranjeras se frustrara el pueblo salvadoreño, se le reprimiera e impidiera decidir con autonomía sobre la trayectoria económica y política que debe seguir nuestra patria (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII pp. 247-248).
Lo más lógico es que los poderosos de la oligarquía reflexionen con serenidad humana o cristiana, si es posible, el llamamiento que Cristo les hace hoy desde el Evangelio: ¡Ay de ustedes porque mañana llorarán! Es mejor, repitiendo la imagen ya conocida, quitarse a tiempo los anillos antes que les puedan cortar la mano. Sean lógicos con sus convicciones humanas y cristianas, y den un chance al pueblo a organizarse con un sentido de justicia y no quieran defender lo indefendible (Homilía 17 de febrero de 1980, VIII p. 251).
No busquemos soluciones inmediatas, no queramos organizar de un golpe una sociedad tan injustamente organizada durante tanto tiempo; organicemos, sí, la conversión de los corazones. Que sepan unos y otros vivir la austeridad del desierto, que sepan saborear la redención fuerte de la cruz; que no hay alegría más grande que ganarse el pan con el sudor de la frente y que no hay, tampoco, pecado más diabólico que quitarle el pan al que tiene hambre (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 262).
¡Ay de los poderosos cuando no tienen en cuenta el poder de Dios, el único poderoso, cuando se trata de torturar, de matar, de masacrar para que se subyuguen los hombres al poder! ¡Qué tremenda idolatría que le está ofreciendo al dios poder, al dios dinero! Tantas vidas, tantas sangres que Dios, el verdadero Dios, el autor de la vida de los hombres, se lo va a cobrar bien caro a esos idólatras del poder (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 263).
Y el Dios de todos los pueblos, también el Dios de El Salvador, tiene que ser un Dios así: que va iluminando también la política. Él es el que nos da nuestros campos; Él es el que quiere la transformación agraria; Él es el que quiere un reparto más justo de los bienes que El Salvador produce. No es justo que unos amalgamen en sus arcas y el pueblo se quede sin esos dones de Dios que ha dado para el pueblo (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 265).
Tengamos fe, creamos de verdad y desde nuestra fe, iluminemos nuestra política, trabajemos nuestra historia, seamos artífices del destino de nuestro pueblo pero no haciendo un proyecto únicamente humano y, mucho menos, inspirado por el diablo. Un proyecto que lo inspire Dios y que me lleva a creer en Cristo y que haga sentir la historia de mi patria como una historia de salvación, porque Cristo está bien entramado en mi familia, en las leyes de mi tierra, en mi gobierno, en todo aquello que es mi patria; Cristo sea luz que ilumine todo. Es así como la patria se convierte en antesala de aquel Reino de Dios (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 269).
Este hecho de haber dinamitado la YSAX es todo un símbolo. ¿Qué significa? La oligarquía, al ver que existe el peligro de que pierda el completo dominio que tiene sobre el control de la inversión, de la agro-exportación y sobre el casi monopolio de la tierra, está defendiendo sus egoístas intereses, no con razones, no con apoyo popular, sino con lo único que tiene: dinero, que le permite comprar armas y pagar mercenarios que están masacrando al pueblo y ahogando toda legítima expresión que clama justicia y libertad (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 272).
La justicia social no es tanto una ley que ordene distribuir; vista cristianamente es una actitud interna como la de Cristo, que siendo rico, se hace pobre para poder compartir con los pobres su amor. Espero que este llamado de la Iglesia no endurezca aún más el corazón de los oligarcas sino que los mueva a la conversión. Compartan lo que son y tienen. No sigan callando con la violencia a los que les estamos haciendo esta invitación, ni mucho menos, continúen matando a los que estamos tratando de lograr haya una más justa distribución del poder y de las riquezas de nuestro país. Y hablo en primera persona, porque esta semana me llegó un aviso de que estoy yo en la lista de los que van a ser eliminados la próxima semana. Pero que quede constancia de que la voz de la justicia nadie la puede matar ya (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 275).
No sería completo mi llamamiento de cuaresma para la conversión de los diversos sectores salvadoreños, si no dijera también una palabra cariñosa de Pastor a las fuerzas populares. Urge que las organizaciones populares vayan madurando para que cumplan su misión de llegar a ser intérprete de la voluntad del pueblo. La alta dignidad de nuestro pueblo merece que no se tergiverse su sufrimiento, su opresión, sino que se encauce por verdadera espiritualidad de pobreza, como recordamos el domingo pasado: que la pobreza es una denuncia de las injusticias del país, pero que también es una espiritualidad que los pobres tienen en sus manos, un gran instrumento para ser santos y agradar a Dios; y significa también, la pobreza, un compromiso, nada menos que el de Cristo que siendo rico se compromete a vivir con los pobres para salvarlos, precisamente por su pobreza (Homilía 24 de febrero de 1980, VIII p. 276).
Procuremos, hermanos, que Cristo esté en medio de nuestro proceso popular. Procuremos que Cristo no se aleje de nuestra historia. Esto es lo que más interesa en este momento de la patria: que Cristo sea gloria de Dios, poder de Dios; y que el escándalo de la cruz y el dolor no nos haga huir de Cristo, borrar el sufrimiento, sino abrazarlo (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 291).
Así es el pecado, es muerte. Por eso, donde quiera que hay muerte, hay pecado. La muerte es la señal evidente de que el pecado reina. Espanta pensar que en la patria haya tantos muertos y que los caminos sagrados de nuestro suelo se empapan cada vez más de sangre humana. El pecado reina en El Salvador y los liberadores de El Salvador tienen que comenzar por allí: cómo arrancar el pecado de nuestro suelo (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII pp. 292-293).
Querer mantener la injusticia social, es querer mantener entronizado el pecado y echar aparte a Dios. Sin Dios no puede haber liberación; y donde hay pecado, no puede estar Dios. Los proyectos que solamente se montan para mantener privilegios escandalosos, no pueden ser de Dios (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 293).
No pensemos, hermanos, que nuestros muertos se han apartado de nosotros; su cielo, su recompensa eterna, los perfecciona en el amor, siguen amando las mismas causas por las cuales murieron. Lo cual quiere decir que en El Salvador esta fuerza liberadora no sólo cuenta con los que van quedando vivos, sino que cuenta con todos aquéllos que les han querido matar y que están más presentes que antes en este proceso del pueblo (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 295).
Ayer cuando un periodista me preguntaba dónde encontraba yo mi inspiración para mi trabajo y mi predicación, le decía: «Es bien oportuna su pregunta porque cabalmente vengo saliendo de mis ejercicios espirituales». Si no fuera por esta oración y esta reflexión con que trato de mantenerme unido con Dios, no sería yo más que lo que dice san Pablo: «una lata que suena» (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 297).
La verdad físicamente puede ser muy débil como el pequeño David; pero por más grande, por más armada que se ponga la mentira, no es más que un fantástico Goliat que caerá por tierra bajo la pedrada de la verdad (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 298).
También es interesante la noticia de que en Roma, el próximo octubre, va a haber un diálogo entre filósofos cristianos y marxistas. Para aquellos que se espantan del marxismo tan fácilmente, no por motivos cristianos sino por intereses egoístas; porque jamás habíamos visto tanto celo anticomunista como cuando ven en peligro sus intereses egoístas. Pero sí puede haber un diálogo, no para claudicar en los principios de la fe, sino para comprender qué se entiende hoy por comunismo, por marxismo. Y muchas veces, quienes se espantan más de los grandes males del comunismo, no se quieren fijar en los grandes males del capitalismo que está sacrificando a nuestro pueblo (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 300).
Se destruyen las organizaciones populares, ya se sabe con qué ideas. Porque un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar, pero un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se hace respetar (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 301).
La tierra tiene mucho de Dios, y por eso gime cuando los injustos la acaparan y no dejan tierra para los demás. Las reformas agrarias son una necesidad teológica. No puede estar la tierra de un país en unas pocas manos, tiene que darse a todos y que todos participen de las bendiciones de Dios en esa tierra. Cada país tiene su tierra prometida en el territorio que la geografía le señala. Pero debíamos de ver siempre, -y no olvidarlo nunca- esta realidad teológica: que la tierra es un signo de justicia, de la reconciliación. No habrá verdadera reconciliación de nuestro pueblo con Dios mientras no haya un justo reparto, mientras los bienes de la tierra de El Salvador no lleguen a beneficiar y hacer felices a todos los salvadoreños (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII pp. 333-334).
No hay cosa más opuesta a la reconciliación que el orgullo. Los que se sienten puros y limpios, los que creen tener el derecho de señalar a los otros como causa de todas las injusticias y no son capaces de mirarse hacia adentro; que ellos también han puesto una parte en el desorden del país (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII p. 338).
¡Qué terror se ha sembrado en nuestro pueblo que hasta los amigos traicionan al amigo cuando lo ven en desgracia! Si viéramos que es Cristo el hombre necesitado, el hombre torturado, el hombre prisionero, el asesinado; y en cada figura de hombre, botadas tan indignamente por nuestros caminos, descubriéramos a ese Cristo botado, medalla de oro que recogeríamos con ternura y la besaríamos y no nos avergonzaríamos de Él (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII p. 339).
Cuánto falta para despertar en los hombres de hoy, sobre todo en aquéllos que torturan y matan y que prefieren sus capitales al hombre, tener en cuenta que de nada sirven los millones de la tierra, nada valen por encima del hombre. El hombre es Cristo y en el hombre visto con fe y tratado con fe, miramos a Cristo el Señor (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII p. 339).
Una vez más el Señor pregunta a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano? Y aunque Caín le responde al Señor que no es el guardián de su hermano, el Señor replica: «La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra. Por eso te maldice esta tierra, que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano. Aunque cultives la tierra, no te pagará con su fecundidad, andarás errante y perdido en el mundo». Palabras del Génesis en el capítulo 4. Y esta sigue siendo la preocupación principal de la Iglesia, esto es lo que la obliga a levantar incesantemente, incansablemente, semana tras semana, su voz como si fuera voz que clama en el desierto. Nada hay tan importante para la Iglesia como la vida humana, como la persona humana. Sobre todo, la persona de los pobres y oprimidos, anos son seres divinos, por cuanto, dijo Jesús, que todo lo que con ellos se hace, Él lo recibe como hecho a Él. Y esa sangre, la sangre, la muerte, están más allá de toda política, tocan el corazón mismo de Dios, hace que ni la reforma agraria, ni la nacionalización de la banca, ni otras prometidas medidas puedan ser fecundas si hay sangre (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII p. 348).
Este es el pensamiento fundamental de mi predicación: nada me importa tanto como la vida humana. Es algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz. ¡Lo que más se necesita hoy aquí es un alto a la represión! (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII pp. 348-349).
Alguien me criticó como si yo quisiera unir en un solo sector las fuerzas populares con los grupos guerrilleros. Siempre mi mente está muy clara sobre la diferencia. A ellos, pues, y a quienes abogan por soluciones violentas, quiero llamarlos a la comprensión. Saber que nada violento puede ser duradero. Que hay perspectivas aún humanas de soluciones racionales y por encima de todo está la palabra de Dios que nos ha gritado hoy: ¡reconciliación! (Homilía 16 de marzo de 1980, VIII p. 356).
Ya sé que hay muchos que se escandalizan de estas palabras y quieren acusarla de que ha dejado la predicación del Evangelio para meterse en política. Pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuerzo para que todo lo que nos ha querido impulsar el Concilio Vaticano II, la reunión de Medellín y de Puebla, no sólo lo tengamos en las páginas y lo estudiemos teóricamente sino que lo vivamos y lo traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar como se debe el Evangelio para nuestro pueblo. Por eso pido al Señor durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión (Homilía 23 de marzo de 1980, VIII p. 359).
¿Qué es la trascendencia? Yo creo que hasta repito demasiado esta idea, pero no me cansaré de hacerlo. Porque corremos mucho el peligro de querer salir de las situaciones inmediatas y nos olvidamos que los inmediatismos pueden ser parches, pero no soluciones verdaderas. La solución verdadera tiene que encajar en el proyecto definitivo de Dios. Toda la solución que queramos dar a una mejor distribución de la tierra, a una mejor administración del dinero en El Salvador, a una organización política acomodada al bien común de los salvadoreños, tendrá que buscarse siempre en el conjunto de la liberación definitiva (Homilía 23 de marzo de 1980, VIII p. 367).
No me gusta cuando dicen la línea del señor arzobispo. Yo no tengo una línea personal, estoy tratando de seguir la línea de estos grandes acontecimientos de la Iglesia, y me alegro que la Comisión de Pastoral estudia como un proyecto de la diócesis, que yo recibí ya como preciosa herencia de Monseñor Chávez y que estamos tratando de poner en práctica con grandes éxitos en las comunidades donde lo toman en serio (Homilía 23 de marzo de 1980, VIII p. 373).
Y nota simpática, también de nuestra vida diocesana, que un compositor y poeta nos ha hecho un bonito himno para nuestro Divino Salvador. Próximamente lo iremos dando a conocer: «Vibran los cantos explosivos de alegría, voy a reunirme con mi pueblo en catedral, miles de voces nos unimos este día, para cantar en nuestra fiesta patronal. Y así siguen estrofas muy sentidas por el pueblo. La última es muy bonita: «Pero los dioses del poder y del dinero, se oponen a que haya transfiguración, por eso, ahora, vos sos Señor, el primero en levantar el brazo contra la opresión.» (Homilía 23 de marzo de 1980, VIII pp. 375-376).
Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: no matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡cese la represión! (Homilía 23 de marzo de 1980, VIII p. 382).
Que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres, nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de Justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos, pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros... —en este momento sonó el disparo— (Homilía 24 de marzo de 1980, VIII p. 384).