Lo recitamos en el Credo de nuestra fe cristiana: “Y habló por los profetas”. Estos hombres y mujeres no son alguien lejano en la historia, cuyas palabras escuchamos más o menos reverentemente en la liturgia: hay profetas cercanos en el tiempo a nosotros, personas que, como indica la etimología de la palabra, han “hablado en nombre de otro”, en concreto en nombre de Dios. Y, también de acuerdo a la definición clásica de profeta, han sufrido y asumido una muerte violenta (todos los profetas de la Biblia salvo Moisés, quien de hecho se ignora cómo murió y dónde está enterrado).
Yo cito clásicamente tres profetas recientes: Mohandas Gandhi, Martin Luther King y monseñor Oscar Arnulfo Romero. Sobre él versarán estas páginas, en concreto analizaré los tres últimos párrafos de su homilía más conocida, del 23 de marzo de 1980, un día antes de su muerte martirial. Creo sinceramente que monseñor estaba condenado a muerte desde mucho antes, pero tal vez su llamamiento a la desobediencia civil por parte de los cuerpos de seguridad salvadoreños precipitó su asesinato. También creo que, aun no siendo tal vez su discurso de mayor profundidad teológica, resume todo su pensamiento en unas pocas líneas que le nacen de lo más hondo, y en ellas explicita claramente una antropología, una cristología, una eclesiología y una teología auténticamente pro-seguidoras de Jesús de Nazareth, lo cual, es obvio, le cuesta la vida. De hecho en el final de la homilía es difícil saber quién habla, si monseñor Romero hombre-profeta o Dios mismo con su voz.
El 23 de marzo por la mañana monseñor pronunció la que sería su última homilía en Catedral, ya que en realidad su última predicación pública, ante un reducido grupo de personas, fue el día 24, en la capilla del hospital de enfermos cancerosos donde vivía, en una misa-funeral; de hecho nunca la conluyó, porque el único y certero disparo de francotirador que atravesó su corazón y acabó con su vida en la tierra tuvo lugar justo cuando la estaba terminando.
La Catedral de San Salvador se hallaba abarrotada el 23 de marzo, como cada domingo, llena del pueblo sencillo y fiel, de su grey, de su feligresía pobre, que a menudo caminaba docenas de kilómetros desde lejanos cantones para escucharle en directo y no sólo por radio. Las viejitas de pies descalzos depositaban flores y pequeños regalos al pie del altar. También asistían docenas de periodistas extranjeros, sorprendidos y asustados por lo que veían, tal vez barruntando un desenlace anunciado que tendría lugar apenas un día después, tal vez inuyendo que asistían a un acontecimiento histórico, paralelo al asesinato de otro obispo católico, Tomás Moro.
Los pobres le enseñaron a monseñor Romero a leer y entender el Evangelio, cuyo significado profundo había estado oculto para él tras las gruesas paredes de los seminarios, las parroquias y los cargos eclesiásticos. Sus ovejas nunca le abandonaron, pero él tampoco las abandonó a ellas: en pro-seguimiento de Jesús, se convirtió en su pastor en todo su sentido, ya que las protegió de sus depredadores hasta dar su vida por su pueblo. Se convirtió en voz de los sin voz, como reza el libro de la UCA publicado tras su muerte (uno de los editores, Ignacio Martín-Baró, es también mártir tras la matanza ocurrida en la universidad en 1989). Con monseñor la palabra de los salvadoreños subió hasta Dios, cumpliéndose así el texto del libro del Éxodo que está a la base de la Teología de la Liberación: “he escuchado el clamor de mi pueblo, he visto la opresión con que le oprimen”.
Semana tras semana y homilía a homilía, monseñor presentaba a Dios y al mundo la realidad de su pueblo, sin disfraces ni eufemismos, citando por su nombre las atrocidades cometidas contra el pueblo: los lugares, los autores, el nombre de los asesinados, desaparecidos y torturados. La palabra se hacía carne para que la carne pudiese, otra vez, hacerse Palabra. No había forma de conocer fehacientemente lo que en aquellos días ocurría en el país sin escuchar las homilías de monseñor, de conocer de veras cuál era la realidad brutal que vivía el país. Tal vez por ello se creó en la UCA, tras el asesinato de monseñor, la “cátedra de análisis de la realidad nacional”, e Ignacio Ellacuría (asimismo mártir), acuñó una célebre frase, altamente inspiradora: “la realidad norma la proyección docente”. Sólo en la verdad puede de veras vivirse, y sólo llamando a la realidad por su nombre puede buscarse la justicia, especialmente en una época en que sería conveniente devolver a las palabras su auténtico significado etiomológico, en una sociedad de imagen y apariencia, donde la estética importa más que la ética y el fondo que la forma, sobre todo para nuestros gobernantes y aun a veces para la misma Iglesia, en aras de evitar cualquier confrontación con una sociedad civil que la ignora e incluso la desprecia.
Con las palabras que siguen a continuación (exentas de todo eufemismo y de intensa profundidad y calado), concluyó esa homilía, tras una semana de atroz represión (en puntos suspensivos los aplausos del pueblo fiel, de su grey que le escuchaba, confirmando con sus aplausos lo que monseñor decía, en un “amén”, “así es”, reflejo de sentirse identificados y defendidos por su pastor). Son simplemente cuatro párrafos, apenas 26 líneas las que analizaré, porque entiendo resumen todo el pensamiento que justificó la praxis de monseñor Romero e inspiró su vida y su muerte.
El párrafo central es el más conocido, con su grito profundo apelando a las fuerzas de seguridad para que cesasen la represión contra el pueblo, pero el que antecede y sobre todo el postrero, justo antes de proclamar el credo de nuestra fe cristiana, no son menos ricos ni significativos. Los aplausos de la feligresía son cada vez más frecuentes y prolongados, hasta llegar a su cénit cuando monseñor habla en nombre del Dios cristiano, cosa que, tan explícitamente, nunca había hecho antes en sus homilías o cartas pastorales, aunque se hallaba implícito en muchas afirmaciones y textos. Tras su grito “¡Cese la represión!” los aplausos son atronadores y duran casi un minuto, hasta que continúa con la homilía con un párrafo de gran profundidad teológica que viene a sostener todo lo anterior y desde el cual puede intuirse desde dónde habla y cuál era su fe profunda y su imagen y tal vez vivencia de Dios.
Escuchémosle:
“Queridos hermanos, sería interesante ahora hacer un análisis pero no quiero abusar de su tiempo, de lo que han significado estos meses de un nuevo gobierno que precisamente quería sacarnos de estos ambientes horrorosos. Y si lo que se pretende es decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere, no puede progresar otro proceso. Sin las raíces en el pueblo ningún gobierno puede tener eficacia, mucho menos cuando quiere implantarlos a fuerza de sangre y de dolor (...).
Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles.
Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: NO MATAR (... en mayúsculas en el libro de la UCA) Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios (...). Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla (...) Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (...). La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (...). En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión! (...).
La Iglesia predica su liberación tal como la hemos estudiado hoy en la Sagrada Biblia, una liberación que tiene, por encima de todo, el respeto a la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo y la trascendencia que mira ante todo a Dios y sólo de Dios deriva su esperanza y su fuerza.
Vamos a proclamar ahora nuestro Credo en esa verdad (...)”.
Monseñor no utliliza jamás eufemismos, sus adjetivos son certeros y concretos, descriptivos: “ambientes horrorosos” eran los que se vivían en El Salvador en marzo de 1980, con decenas de asesinatos y desparecidos diarios, con pueblos y cantones arrasados, con cadáveres desfigurados arrojados a las quebradas durante la noche ... “Horroroso” es algo atroz de mirar, insoportable por su fealdad, ese adjetivo tan duro utiliza monseñor Romero para referirse a la acción del gobierno contra el pueblo.
Y ese gobierno, en realidad, quiere “decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere”. No atajarla ni impedirla, no retrasarla, sino “decapitarla”, es decir separar la cabeza del cuerpo, asesinarla, amputarla de raíz y para siempre: de ahí la eliminación sistemática de líderes sindicales, campesinos y obreros, de catequistas y delegados de la palabra, de todo aquel con capacidad de organización de las mayorías y que buscase el bien de las mayorías en detrimento de la oligarquía.
Pero ningún gobierno que actúe así puede ser eficaz, todavía menos cuando para ello utiliza la violencia más atroz. No es baladí recordar las palabras de monseñor Romero hoy y aquí, en España en mayo de 2009, y preguntarnos si nuestro gobierno tiene las raíces en el pueblo, es decir, si conoce y vive la realidad de una ciudadanía con un 18% de desempleo, donde, como en toda crisis, se ahondan las diferencias sociales entre quienes poseen un puesto estable y bien remunerado –aunque desconocemos si será sostenible- y quienes pierden su trabajo, centenares y miles a diario. Es obvio que nuestro gobierno no tiene nada que ver en las formas con el salvadoreño de 1980, pero tal vez sus intereses en el fondo no coincidan con el bien de las mayorías. Podría ser interesante que nos preguntásemos eso porque la palabra del profeta sigue viva e interpelante a lo largo de la historia, aun en circunstancias y épocas diferentes.
Tras esta disquisición, sigamos con el análisis de las palabras de monseñor Romero.
A continuación, se dirige de forma directa a los autores materiales de la represión y las matanzas, sin ambages, para rogarles, suplicarles y, en último término y en nombre del Dios cristiano, ordenarles que cesen en ellas. Es indudable que son sus líneas más proféticas, porque las pronuncia en nombre del absolutamente Otro, haciendo así honor y justicia a la etimología de la palabra “profeta”, ya antes comentada.
Y para ello apela a lo más profundo de cada hombre, a su conciencia. Y les invita a desobedecer una orden y una ley si son inmorales, si son pecado, es decir, si su consecuencia es la muerte del hombre, porque eso y no otra cosa es el pecado. todo aquello que lleva a la muerte y al sufrimiento de los hijos de Dios. Ahí está monseñor transmitiendo su imagen y concepto del pecado y el valor absoluto de la vida humana, citando el quinto mandamiento. “No matarás”. Ninguna ideología política o nacional, ninguna idea, ninguna bandera, nada justifica el asesinato: podemos estar dispuestos, como dijo Gandhi, a morir por los demás o por nuestras ideas y convicciones, pero no a matar por ellas. Me pregunto qué tendría la iglesia local vasca que decir sobre esto, con sus declaraciones y posicionamientos donde a menudo se confunden vícitmas y verdugos y los derechos y razones de unos y otros, cuando, en realidad, lo que está en juego, exactamente como en tiempo de monseñor Romero, aunque a menor escala, son vidas humanas, en último término la vida de Dios, en cuanto que el hombre es “imago Dei”, en la máxima aportación que la filosofía y teología cristianas han hecho al acervo intelectual humano, hacer del hombre la imagen del creador, el templo del Espíritu, y por tanto inviolable, porque tocarle a él es tocar a Dios mismo.
Ello nos pone en contacto, como se explicita más adelante, con la antropología de monseñor Romero, el hombre y su vida como valores absolutos en tanto que hijos de Dios y hechos a su imagen, templos del Espíritu como decía más arriba, y convertidos por la represión en piltrafas humanas, con la muerte rápida de las masacres o la muerte lenta del hambre y la miseria, no menos real y cruel. Monseñor era muy consciente de lo que decía, no en vano había visto y escuchado personalmente las consecuencias de la barbarie, en una situación en que su pueblo se había convertido en el “siervo sufriente de Yavheh” del cántico de Isaías, ante cuya fealdad por no parecer ya humano (y un cadáver desfigurado ciertamente no parece ya humano) se vuelve el rostro, a menos que Dios te dé el valor, como le dio a monseñor, de ver, mirar y afrontar las consecuencias del mal, llamarlo por su nombre y retarlo en lucha sin cuartel y a muerte, como hizo Jesús de Nazareth.
También podemos buscar una relación con un tema demasiado actual, aunque se formulase a raíz de las atrocidades de las dictaduras del cono sur en la década de los 70 y 80, la “ley de obediencia debida”, por la que el criminal queda exonerado de sus culpas y de la consecuencias de sus actos porque obedecía órdenes, en último término sacrificaba una vida para no perder la propia (o el puesto, o la posición social o económica, o el prestigio y el respeto del partido o la institución ...). Muchos mandos más o menos superiores o más o menos intermedios se amparan en esa ley para aplicar leyes y normas injustas, podríamos citar numerosos ejemplos actuales.
No es pues tampoco baladí intentar una extrapolación, por lejana que parezca, de los llamados a la conciencia de monseñor Romero en nuestra propia sociedad o momento histórico, porque han existido numerosos ejemplos terribles de la aplicación de esta ley y este tipo de justificación de actos injustos a lo largo de la historia, y, aunque nuestras cirunstancias no sean afortunadamente tan dramáticas, no dejan de ser reales y en muchos casos dolorosas.
Poco queda por decir de ese párrafo profético salvo que monseñor formula en breves palabras su eclesiología: la Iglesia es la “defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona”. Eso es, en realidad, la Iglesia: no templos ni colectas, no dignatarios ni instituciones, sino la valedora de los desprotegidos, de los que carecen de voz, de aquellos que no tienen quien les defienda, de los inermes, de los “anahuim” de tiempos de Jesús, de los que se hallan perdidos “como ovejas sin pastor”, que conmovieron el corazón de Jesús y el de monseñor Romero.
Mantener la fe en Dios y la vida de la Iglesia es anteponer la persona humana y su dignidad, desde la concepción hasta el último hálito de vida, a cualquier otro razonamiento religioso o civil, pero no en abstracto, sino en concreto, por la vida que pasa por un trabajo digno, por un sueldo justo, por una casa habitable, por una comida suficiente, y eso para toda la humanidad, para todos los hijos de Dios en el fértil planeta que se nos dejó en herencia, usufructurarios para generaciones venideras, y que llevamos camino de destruir anticipadamente.
Nada podrán reprocharnos los no creyentes si nos manifestamos contra el aborto o las experimentaciones temerarias con células madre o embrionarias si a la vez condenamos las estructuras que llevan al pecado como generador de la muerte de muchos hombres, sobre todo en el segundo, tercer y cuarto mundo, tales como el sistema económico neoliberal, las ganancias exageradas de los bancos y grandes empresas sin corazón ni alma, los sueldos principescos de políticos, empresarios, gobernantes, los gastos exagerados en todo aquello que no sea beneficioso para las mayorías y redunde en beneficio de las mayorías, y no sólo de las españolas, sino de las de todo el planeta en último término.
Y finalmente, en conexión con esa concepción de la Iglesia como defensora a ultranza de la vida humana y su dignidad como valor absoluto, enuncia qué significa en realidad la liberación que predica la Iglesia: todo aquello que respeta la dignidad de la persona, la salvación del bien común del pueblo –y no sólo de unos pocos- y la trascendencia.
Porque, si hubiese que definir en una sola palabra quién fue monseñor Oscar Arnulfo Romero, diríamos que fue un creyente en Dios y su Cristo, como indica en varios de sus textos sobre monseñor Jon Sobrino. Un hombre lleno de dudas y defectos que sólo de Dios, como él mismo conluye, derivó su esperanza y su fuerza, consciente de su propia debilidad, de acuerdo con las palabras de San Pablo: “cuando soy débil, es cuando soy fuerte”, y con el título de un libro de Pedro Arrupe. “en El solo la esperanza”. Aquel hombre timorato se abrió a la acción del Espíritu vivificante de Dios, quien lo convirtió en el profeta que hoy conocemos, en el hombre que pronunció la homilía que analizamos y que acabó entregando su vida por el pueblo, entrando así en el cielo y en la Historia de Salvación, como inspiración y ayuda para todos aquellos que proseguimos más o menos torpe o acertadamente el camino iniciado por el crucificado-resucitado.
Sólo desde la trascendencia del creyente, que nace de la contemplación y la oración, y que sólo en Dios pone su esperanza, hallaremos las fuerzas para pro-seguir los pasos de Jesús, la inspiración en la dificultad, las palabras a pronunciar para que sirvan de ayuda y consuelo a los sufrientes, los valores que transmitir a nuestros alumnos, a nuestros hijos ... en caso contrario, nos convertiremos en “címbalos que resuenan”, como dice Pablo en la carta a los corintios, en palabreros sin credibilidad, en recitadores de letanías que no sanarán al mundo ni nos sanarán a nostros, porque, en el fondo, en nuestro interior no habrá vida, y “la gloria de Dios es el hombre que vive”, en palabras de San Ireneo que varias veces pronunció en vida monseñor Romero. El hombre que vive, normalmente con su vida da vida a otros.
Es el momento, tal como monseñor Romero invitó a los fieles el 23 de marzo de 1980, de proclamar nuestro Credo en esa verdad, que se hace verdad radical cuando la Iglesia y nosotros como creyentes nos insertamos en la vida de las persona sufrientes y en necesidad, en sus sufrimientos, en sus preocupaciones. Como el mismo monseñor Romero dice en su discurso de aceptación del doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, apenas unas semanas antes de la homilía que hemos analizado, “ésta es la forma de mantener la trascendencia e identidad de la Iglesia porque de esta forma mantenemos la fe en Dios”.
Tal vez, pues, es momento de que cada uno de nostros nos preguntemos desde el fondo del corazón, antes de juzgar a las instituciones a las que pertenecemos, o a nuestros párrocos, obispos, superiores, gobernantes, de qué forma nosotros vivimos la eterna verdad del Evangelio y así mantenemos la fe en un Dios de vida. Y también en qué medida ponemos nuestra esperanza en ese Dios de vida y no en falsos ídolos de muerte, llámense poder (de cualquier tipo, una de las tentaciones de Jesús en lo alto del Templo y tal vez el gran pecado de la Iglesia), prestigio (de cualquier tipo y por parte delos públicos más variados) o dinero y cosas materiales.
Que monseñor Romero nos ilumine y guíe en nuestro caminar, como yo he intentado aportar mi granito de arena con estas páginas, escritas a lo largo de las guardias en este pequeño hospital de la Mancha a lo largo del mes de abril y mayo. He querido expresar sentimientos, convicciones e ideas que tal vez, en palabras de Ernesto Sabato, sólo podrían expresarse “desde la poesía o desde el llanto”, y que me han mantenido vivo y cuerdo en condiciones recientes de dificultad vital y laboral.
Ojalá les ayuden a todos en su propio caminar, allí donde se encuentren, en el estado de ánimo en que las lean, sea cual sea la tarea que desempeñen, activa o contemplativa y orante. Recen por mí y por las personas a quienes intento ayudar como médico, recen por todos los que sufren, aunque no les conozcan, y sobre todo si les conocen.
Que Dios les guíe y les bendiga.
Angel García Forcada Valdepeñas, 11.05.09, 23.55h