Hermanos presbíteros, queridos hermanos todos:
Esta es una escena que palma maravillosamente con la lectura bíblica. Como los apóstoles con María, madre de Jesús, nos preparamos para nuestro Pentecostés. Se siente el hálito virginal de María en este santuario donde María recibe honores tan cariñosos. Pero en esta mañana ella debe sentir un sentimiento muy especial. Yo siento, como creo que cada uno de los aquí presentes, que estamos viviendo una imagen pequeña de la Iglesia universal y sentimos que María nos cobija como Madre de la Iglesia y que desde este cariño y protección, junto con nosotros, implora el Espíritu Santo, que está renovando intensamente nuestra propia Iglesia.
Cuando el Concilio Vaticano II va a estudiar el tema del seminario, comienza con esas dos famosas palabras: "Optatam totius": "La renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, y por eso este Sacrosanto Concilio quiere darle una máxima importancia a la preparación de los sacerdotes" en el seminario.
El Espíritu Santo, que renueva la Iglesia desde dentro, y los sacerdotes, instrumentos del Espíritu de Dios, son los dos grandes agentes de la renovación de la Iglesia, y por tanto, de la renovación del mundo. Y todos los demás religiosos, religiosas, laicos, forman ese pueblo de Dios que, dirigidos, santificados, instruidos por el ministerio sacerdotal tienen que ser "sal de la tierra", "luz del mundo".
Por eso, nuestros obispos antepasados quisieron unir con la fiesta del Espíritu Santo la fiesta del seminario, el Día del Seminario. Y por una feliz iniciativa de los responsables de los seminarios, estamos viviendo esta mañana nuestro Pentecostés en torno de estos jóvenes, que se preparan para el sacerdocio. Hacíamos la cuenta en El Salvador: unos 400 jóvenes en el Seminario San José de la Montaña, o en los diversos seminarios religiosos, son llamados por Dios, se están preparando para esta renovación del mundo que pesa ahora sobre los que ya llevamos la responsabilidad del ministerio sacerdotal. Son ellos hoy, pues, los jóvenes seminaristas, nuestros seminarios, el centro cariñoso de la familia. En torno de ellos, vamos a dirigir esta mañana nuestro pensamiento, nuestras reflexiones; sabiendo que como pueblo de Dios, a todos interesa no sólo esa intimidad santa del Espíritu que viene en Pentecostés, sino estos instrumentos humanos del Espíritu de Dios que somos los sacerdotes. Y ante una baja inclemente de nuestro clero, sentimos más que nunca la necesidad de nuestros sacerdotes propios.
Queremos rendir homenaje de gratitud y admiración a los sacerdotes que han venido de otras regiones a prestarnos esa colaboración necesaria. ¡Los necesitamos! Por eso sentimos que se nos arranque de nosotros esa presencia colaboradora; los seguimos con el cariño, con el agradecimiento, no sólo sus hermanos sacerdotes, sino las comunidades que sienten al vivo la orfandad de esos dirigentes. Esperamos, un día retornen, justificadas las falsas acusaciones, defendidos de todas las calumnias. Como los apóstoles, sigan predicando la palabra del Señor. Pero ellos tienen la conciencia de estarnos prestando un papel de suplencia. Ellos son los primeros en comprender que cuando haya suficientes sacerdotes entre nosotros, su presencia ya no sería tan necesaria, aunque siempre la Iglesia universal necesita- así como el organismo, la circulación de la sangre que oxigena y lleva vida a todo el cuerpo- esta circulación también de los pastores, de los sacerdotes. Por eso no hay sacerdotes extranjeros; hay sacerdotes católicos, hay predicadores del reino de Dios, hay santificadores del pueblo; con más mérito cuando vienen de otras culturas, de otras regiones, a aprender nuestra idiosincrasia, nuestro modo de ser para transmitirnos, en el vehículo de nuestra propia cultura, esa santidad que Cristo quiere de todos los pueblos, ese evangelio que es vida, esa gracia que es santidad en los corazones.
Porque esta es la misión del sacerdote, santificar, enseñar, dirigir como pastores la comunidad hacia la unidad, hacia la santidad, hacia Dios. Cuando se pierde de vista esta meta es cuando se llama a sacerdotes extranjeros, nacionales. Cuando se confunden las sublimes metas de la predicación en promoción de la dignidad del hombre, en defensa de sus derechos, con otros intereses terrenales, políticos. Ojalá un día aprendamos este lenguaje sano, santo, legítimo de la Iglesia de promover la persona humana y de orientarla, no solamente en su espíritu, sino en todo su ser y en todas sus complicaciones, comunitarias, sociales, familiares y todas las exigencias de la vida en esta tierra, santificando así los intereses temporales; pero dándole una primacía a esa trascendencia espiritual que lleva consigo, también, a la libertad de los hijos de Dios: no sólo a los hombres, sino a todas las instituciones, a toda la tierra. Porque el destino de la creación es colocar todas las cosas a los pies del reino universal: Cristo, que colocará un día su Reino a los pies del Padre. Y esto hacen los sacerdotes, Mensajeros de Cristo Rey, quieren acelerar la hora en que Cristo Rey sea verdaderamente respetado, sus leyes sean la norma de la vida política, de la vida económica, de la vida social. No es que nos metamos en política, sino que llevamos el reino de Dios a esos reinos de los hombres; porque sin Dios todo humanismo se vuelve inhumano, dice el Papa en una de sus frases famosas.
Entonces, hermanos, nos interesa mucho que estos jóvenes, diocesanos o religiosos, se formen en estas ideas santas de la Iglesia actual. Que sean sacerdotes de su tiempo, que sean sacerdotes que defienden los derechos de Dios en medio de los hombres que son imagen de Dios, que sean verdaderamente los heraldos de un evangelio del que Cristo dijo: "La verdad os hará libres". De un evangelio sin ataduras, de un evangelio auténtico de renovación; y al mismo tiempo sean el ejemplar, el ejemplar auténtico de ese evangelio que predican. Sacerdotes santos, sacerdotes que su misma presencia arrastre hacia Cristo a los hombres, sacerdotes que sean en sus comunidades verdadero fermento de un cristianismo como lo necesitamos hoy. Gracias a Dios, hermanos, tenemos muy buenos sacerdotes, y quisiéramos que nuestros seminaristas estudiaran su sublime ideal.
Un día, dice el Concilio, todo este pueblo sacerdotal: religiosas, matrimonios, jóvenes universitarios, profesionales, campesinos, obreros, jornaleros, señores del mercado, todo lo que es pueblo de Dios necesita hacer divino eso que trabaja con sus manos; ellos son pueblo sacerdotal. Ustedes le dan a todo trabajo en que se ganan la vida, un sentido divino ofreciéndolo como hostia a Dios. Ustedes son sacerdotes; pero ese sacerdote queda como trunco, queda sin rematarse, mientras no haya un hombre escogido de ese mismo pueblo para que, ungido con los poderes de Cristo y en su nombre, traiga al altar, en el símbolo del pan y vino, el trabajo del obrero, el trabajo del profesional. Todo es trabajo del pueblo de Dios, para poderle decir a Dios en la patena y en el cáliz: "Te ofrecemos esta hostia; este vino, fruto de la tierra, fruto del trabajo de los hombres".
Es entonces cuando el pueblo sacerdotal siente que culmina su sacerdocio, porque hay un ministro sagrado que va a convertir ese trabajo en pan y vino; y ese pan y vino, en cuerpo y sangre, en el Señor, en Gloria de Dios, en salvación del mundo. Para esto se preparan los sacerdotes, para darle un sentido divino al trabajo sacerdotal del mundo; y por eso no está completa una comunidad, mientras no haya sacerdotes suficientes para que en cada pueblo, en cada cantón, en cada comunidad, en cada barrio, los hombres que ahí trabajan sientan que hay un representante de Dios que le está dando una orientación divina a su vida, y un sentido divino a su trabajo, ofreciéndoselo a Dios, sacerdote medianero entre Dios y los hombres de ahí que el interés de tener sacerdotes es interés de todo el pueblo de Dios.
Yo quisiera, hermanos, este día va a ser un día de reflexión, pero que en la reflexión cada uno según su vocación; tendremos grupos de seminaristas, de aspirantes a la vida religiosa, novicios, novicias; tendremos también los mayores, las religiosas, los sacerdotes con los obispos; y el pueblo seglar: matrimonios, estudiantes, jóvenes. Les invitamos a todos a que reflexione cada uno desde su propio papel, desde su propia vocación, el interés, la necesidad que tenemos en los sacerdotes, de unos sacerdotes que le den a la vida religiosa, a la vida laical, su verdadero sentido como Dios lo quiere, como Iglesia. Es todo el pueblo de Dios, nos enseña el Concilio, el que tiene el deber de fomentar las vocaciones, afecta a la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo ante todo con una vida plenamente cristiana. Y sigue enumerando las diversas categorías. Quiero comenzar, pues, por expresarles a ustedes mi propio deber como pastor: es deber de los obispos, impulsar a su grey al fomento de vocaciones, y procurar que todas las energías y esfuerzos se coordinen estrechamente; y ayudar luego, como padres, sin renunciar a sacrificio alguno a quienes ellos juzguen han sido llamados a la heredad del Señor. Yo soy el primero obligado, porque yo solo ¿qué sería en el tremendo encargo de una diócesis?. Aunque nuestros enemigos se burlen de la frase, es cierto, un sacerdote que me falta es un brazo que me cortan. Lo ratifico, como ratifico también: quien toca a un sacerdote toca al pastor; porque sin ellos, los padres, los párrocos, el obispo está mutilado. Es persecución de la Iglesia mutilar al obispo y necesitamos impulsar; yo quiero decir a los queridos seminaristas que ustedes son la esperanza de la jerarquía.
Luego nos llama el santo Concilio a todos los sacerdotes en esta labor: "Demuestren todos los sacerdotes el celo apostólico, sobre todo en el fomento de las vocaciones; y con el ejemplo de su propia vida humilde y laboriosa, llevada con alegría, y el de una caridad sacerdotal mutua, y una unión fraternal en el trabajo atraigan el ánimo de los adolescentes al sacerdocio" (Optatum totius). ¡Qué misterio el de nosotros sacerdotes! Siempre junto a una vocación sacerdotal está la figura de un sacerdote. Si quisiéramos pedir la experiencia de todos los que estamos aquí ya ordenados, ya contará también mi experiencia personal y encontraría en los orígenes de mi vocación las figuras sacerdotes de los misioneros que llegaban al pueblo, de los párrocos cariñosos con los niños. Y así cada uno podemos contar que siempre hubo un padre, un sacerdote que engendró el sentido vocacional en nuestra vida. Y ahora cuando los sacerdotes somos perseguidos, calumniados y hasta asesinados, sentimos que esas figuras sacerdotales se agigantan, y hay muchos jóvenes que sienten el impulso de la vocación.
Ojalá esta jornada de reflexión fuera para muchos jóvenes que no han pensado todavía en su destino; si acaso Dios los está llamando aquí, cuando ven tantas parroquias vacías, cuando ven sacerdotes asesinados, cuando ven que se persigue algo que vale. Porque lo que no vale no se persigue. La misión del sacerdote tiene que ser muy grande para que así la traten, como trataron a Jesús, como trataron a los apóstoles, El ministerio de la Iglesia siempre será perseguido; no tenemos que extrañarnos de llamar a la Iglesia: perseguida, si es una de sus notas históricas. Y los sacerdotes tenemos que estar dispuestos al martirio, a la persecución; y a los jóvenes seminaristas de hoy me gusta oírles decir que hoy sienten más ganas de su sacerdocio, se sienten más atraídos a esta obra que no es de apoltronados, de comodones, sino de héroes, valientes, de seguidores de Cristo hasta la cruz.
Por eso queridos hermanos sacerdotes, aprovechemos esta hora y en nuestra reflexión veamos que podemos hacer en nuestras parroquias, en nuestros colegios, con nuestros jóvenes para despertar muchas vocaciones. Luego se refiere también a los maestros y a todos los laicos: "La mayor ayuda en este sentido la prestan, por un lado, aquellas familias qué, animadas del espíritu de fe, caridad y piedad, son como un primer seminario; y por otro, las parroquias, de cuya fecundidad de vida participan los propios adolescentes Los maestros, y cuantos de una manera u otra se ocupan de la formación de los niños y de los jóvenes, principalmente las asociaciones católicas, procuren educar a los adolescentes a ellos confiados, de suerte que éstos puedan percibir y seguir gustosos la vocación divina" (Ibid.)
Pensemos también en las religiosas catequistas, en las religiosas trabajando en ministerio pastoral, en la que visita los hogares, su propio ejemplo. Como dice el Concilio, hacen presente a Cristo ya en la oración, ya en la caridad con los enfermos. La vida religiosa es un rostro de la Iglesia que atrae también a la juventud para entregarse a Cristo; los colegios, los maestros de escuela, las familias, todos, hermanos, tenemos algo que decir y aportar a esta obra vocacional. Es obra necesaria; sin sacerdotes, el pueblo se queda sin guías, sin representación de Cristo sin orientación divina.
Como a lo largo de toda esta jornada se seguirá reflexionando, basten estas pobres palabras, para impulsar en el corazón de todos los que asisten a esta concelebración, el anhelo de preguntar: ¿Qué hacemos? Ojalá la respuesta de este día pudiera ser lo que el Concilio aconseja: una organización más vigorosa de la obra de las vocaciones, en múltiples sentidos, no sólo en el sentido económico -que es necesario, ayudar a la obra del seminario, que supone muchos gastos- pero sobre todo a esta obra que supone hogares muy cristianos. Comprendería pues, santificación de familias, orientación de la nueva predicación del evangelio sin caer en exageraciones ni de un lado ni de otro, presentar el Evangelio de Cristo atrayente a la Juventud, para hacerlos agentes activos de esta labor evangelizadora de Cristo en el mundo.
Yo les suplico, hermanos, en este ambiente de Pentecostés, con María, esperando la venida del Espíritu Santo, que ya lo llevamos; es más bien una manifestación externa, en forma de huracán y de lenguas de fuego, como para tomar conciencia de la fortaleza del Espíritu que lleva esta Iglesia. En la arquidiócesis vivimos una hora intensa de renovación eclesial ¡no lo dudemos!. Pero si el Concilio dice que esta renovación depende en gran parte de los sacerdotes y de los que se preparan al sacerdocio, este milagro que el Espíritu Santo ha hecho entre nosotros: unirnos, estrecharnos, sentirnos más Iglesia vivamos este día, es un día verdaderamente privilegiado un día de Iglesia; un día en que en torno a la vocación sacerdotal vamos a sentir todos que somos pueblo sacerdotal y que Dios, su divino Espíritu, nos está pidiendo mucho, mucho de veras. No le neguemos, porque en la medida en que generosamente le demos, sentiremos que esta renovación que ya inició, será llevada a una culminación que haga de nuestra diócesis particular, de nuestra Iglesia, una parte digna, bellísima de la Iglesia Universal.
Amemos a nuestra Iglesia particular, hermanos, con el cariño de quien ama a su familia y la quiere cada vez más embellecida, más rica, más atrayente más simpática. Hagamos una diócesis simpática, una diócesis que ya lo está siendo; el espectáculo del continente y del mundo. En la medida pues, en que nos entreguemos a estas exigencias del Espíritu, que hoy vamos a conocer, seremos todos colaboradores, agentes, de una Iglesia que se renueva, que se hermosea, y que va a hacer una antorcha muy grandiosa, muy luminosa para nuestros pueblos tan necesitados.
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