... este nombre dulcísimo, que es como la constante de toda la enseñanza evangélica. Porque Cristo quiso constituir esta Iglesia, que fuera recogiendo a los hombres que creyeran en él a través de los siglos, para hacer de todo ese pueblo el protagonista de su obra redentora. Todos ustedes, queridos laicos, religiosos, religiosas, queridos hermanos sacerdotes, todos nosotros somos el pueblo de Dios y sobre nuestras espaldas está descansando la responsabilidad de este Reino de Dios. Nadie tiene que ser espectador. Todos tenemos que estar en la arena luchando por implantar en el mundo este Reino de Dios, cada uno según su vocación.
Y así comienza esta consideración de hoy. Eliseo es llamado por medio de un profeta: Elías. Y con un gesto simbólico, pasando cerca de él, le pone su capa encima para decirle que venga a ser su colaborador de su difícil tarea profética. Eliseo deja todas las cosas, solamente pide permiso para ir a despedirse de su familia. Mata los bueyes de su arada; quema el yugo, el arado y hace un holocausto a Dios. ¡Qué respuesta noble de un profeta que sabe que Dios no quiere corazones partidos! ¡O todo o nada!.
Y ante las tres vocaciones que se presentan en el evangelio: uno que pide permiso para ir a enterrar a su padre, otro que quiere ir con su familia, Cristo le dice: "Deja que los muertos entierren a sus muertos". En lenguaje oriental la expresión no es tan dura. Sin duda que si hubiera muerto ya el padre, Cristo le hubiera permitido ir a enterrarlo. Se trata de una especie de decirle: "Te voy a seguir pero cuando no tenga compromisos familiares". Y son estas mediocridades las que a Cristo le repugnan. "Si no eres capaz de desprenderte ahora, no lo serás más tarde". Y al otro le dice: "Todo aquel que pone la mano en el arado y echa la mirada atrás" -expresión que quiere decir, como complaciéndose de su pasado, como contento de lo que ha hecho hombres haraganes, que no quieren dar un paso con Cristo en el desprendimiento a un futuro difícil- "¡No eres digno del reino de los cielos!".
En esta hora, hermanos, en que hay tantas necesidades en la Iglesia, da gusto escuchar hombres que como Eliseo se expresan en lenguaje sencillo a través de cartas; como que se ha convertido, como que han sentido la presencia de la Iglesia que los llama, que los espera en su propio ministerio. Yo le doy gracias al Señor, porque en esta hora son muchos los corazones que despiertan de su letargo. Así como también hay muchos que, como los que Cristo rechazó, son mediocridades. Quieren estar más a gusto con su familia, con sus cosas. No son capaces de desprenderse. Y esta vocación cristiana es de desprendimiento.
A aquél que le dijo: "Te seguiré Señor, a donde quiera que vayas", Cristo le da una respuesta misteriosa: "Fíjate bien, las zorras tienen su cueva, los pájaros tienen su nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza". He aquí una expresión de la condición que Dios pone al que lo quiere seguir: No te ofrezco comodidades, ni siquiera el nido que tiene el pájaro o la cueva que tiene una zorra. El Hijo del hombre vive desprendido de las cosas. La Iglesia que yo he fundado no tiene que apoyarse, como dijeron los padres en Medellín, tiene que ser una Iglesia desprendida de todo poder, ya sea económico o político, o de cualquier clase social. Debe de apoyarse en sí misma. Y esto lo repetiremos siempre, hermanos, y esto no quiere decir odio a ninguna clase. Al contrario, quiere decir amor a todas las clases. Que sientan esta Iglesia que es necesaria, que ella ofrece el favor a la gente de salvarlos, y no es la gente la que le ofrece a la Iglesia el favor de apoyarla.
La Iglesia no necesita apoyos terrenales, porque es de Dios, presentada a todas las clases sociales para que el que quiera salvarse entre en ella sin condiciones, como quien se entrega a Dios. Esta es la Iglesia que queremos. Y que me da gusto de veras, que esta Iglesia vaya despojándose de aquellos amarres que le hacían tal vez muy condicionada. La Iglesia quiere ser libre.
Y he aquí la otra lección que nos ofrece la palabra de hoy. Nadie de los que proclaman la libertad ha expresado esa idea con tanta profundidad y elocuencia como la que se ha leído hoy en la Carta de San Pablo a los Gálatas. Esta carta de San Pablo trata de la justificación, que el hombre no se justifica por las obras terrenales, sino por su fe en Cristo. Cuando obra sus trabajos, sus quehaceres, por Cristo nuestro Señor, Cristo le dá valor al quehacer de la tierra. Y aquellos judaizantes que creían que la Iglesia fundada por Cristo tenía que apoyarse en las obras de Moisés, en cosas de la tierra, estaban engañados. Cristo venía a proclamar una Iglesia completamente libre de las cosas de la tierra, pero que confiara únicamente en el poder que justifica: en Dios, en la gracia. Es una Iglesia que trasciende; una Iglesia que no ofrece paraísos en la tierra; una Iglesia que, como Cristo, ofrece a sus seguidores ni siquiera el nido de un pájaro, ni la cueva de una raposa; una Iglesia que tiene toda su alegría, su eficacia, en su propia libertad.
Y San Pablo dice entonces: "Para vivir en libertad, Cristo nos ha librado. Por tanto, manteneos firmes, no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud". Hermanos". -Esta es una frase lapidaria- "vuestra vocación es la libertad". ¡Qué hermosa la consigna de la Iglesia: La Libertad! Es una palabra que mucho se repite hoy, pero que analizándola a la luz del evangelio, de la Palabra de Dios, es una palabra que lleva un contenido muy difícil. Y San Pablo comienza ya aclarándolo: Pero "no una libertad para que se aproveche el egoísmo". La libertad no es libertinaje. Libertad no quiere decir hacer todo lo que me dá la gana; la libertad es la justificación, la de aquel que ha comenzado por independizarse de su pecado. Ahí está la raíz de todos los males. Esta voz de libertad está encuadrada en el mensaje de la justificación.
Justificación, y aquí miremos el evangelio de hoy. Es la última parte del evangelio de San Lucas, cuando nos comienza a narrar que Cristo camina hacia Jerusalén, donde va a hacer la gran obra de la libertad. Por designio de su Padre marcha firmemente hacia el sacrificio de la cruz; pero de allí, hacia la libertad de la resurrección. Hay muchas pruebas que pasar primero; pero Cristo nos va a dar la libertad, porque solamente muriendo él en la cruz es como el hombre va alcanzar la verdadera libertad, porque el pecado del hombre solamente se puede perdonar con la redención de Cristo.
Hermanos, en primer lugar la libertad que debemos ansiar los cristianos no puede prescindir de Cristo. Sólo Cristo es el liberador, porque la libertad arranca del pecado: arrancar de, quitar el pecado, independizar del pecado. Por eso la Iglesia, espiritualista por esencia, esencialmente religiosa, tiene que predicar ante todo esta penitencia, esta conversión. Si un hombre no se convierte de su pecado, no puede ser libre él ni hacer libres a los demás. Por eso la Iglesia reafirma su liberación. No es comunista. Que quede bien claro, porque ya me han acusado que soy un comunista. La Iglesia nunca predica el comunismo, porque la Iglesia si quiere liberar a los hombres es arrancado de Cristo; y es lo que siempre hemos predicado: Que la libertad que la Iglesia propicia es ante todo la libertad en la justificación, en el arrepentimiento del pecado, en desprenderse de los egoísmos, en dejar todo aquello de donde derivan, sí, las otras consecuencias del pecado.
Porque esta diferencia de clases sociales, esta injusta distribución de los bienes, esta no participación en el bien común de la República al que todos los salvadoreños tienen derecho, ese atropello en las bartolinas, esas torturas, esas humillaciones de los pueblos, son el producto del pecado. Si se viviera justificado, si no se tuviera el pecado en el alma, nadie tuviera el valor de usar el fusil contra otro hombre; si se tuviera la conciencia cristiana, si se fuera cristiano de verdad, no se abusaría del poder; serían unos políticos cristianos y, partiendo de una sinceridad de justificación, buscarían el verdadero bien del Reino de Dios, que hace más felices a las naciones. Por eso la Iglesia tiene que chocar, porque ella predica este reino del amor, de la libertad que parte de la libertad del pecado. Si no, hermanos -y aquí está otro aspecto del evangelio de hoy- surge la violencia. Y la violencia, como dijo el Papa, no es evangélica ni cristiana.
¿Por qué vivimos en este ambiente de violencia? ¿Un ambiente de violencia que nos hace temer hasta los pasos que damos en la calle? ¿Con qué derecho una organización -verdadera o falsa, no importa, pero lo que importa es el mensaje- puede amenazar de muerte o de que se vayan los jesuitas? ¡Esta es voz de violencia! La violencia no la justifica el cristianismo. Y ya que toco este punto, quiero decirles hermanos, que los jesuitas la Compañía de Jesús no es una secta aparte de la Iglesia, no es un grupo de hombres que no tienen nada que ver con la Iglesia. Aunque así fuera, ya hemos dado suficientes demostraciones de que nos interesa la dignidad humana, el derecho a la vida; hemos abogado por la defensa de esos derechos aún cuando no se trataba de gente de Iglesia. Recuerden el caso del secuestro del Ministro de Relaciones Exteriores: La Iglesia abogó no porque fuera un hombre de Iglesia sino porque era un hombre, como hombres eran también los prisioneros que se reclamaban, como hombres son todos aquellos que sufren. Y por esos derechos y esa libertad, la Iglesia ha abogado. Aún, pues, que los jesuitas no fueran Iglesia, era un deber de la Iglesia de rechazar esa violencia indigna para defenderlos. Pero mucho más, cuando lo que yo quiero decir es esto: "Quien toca a los jesuitas, toca a la Iglesia".
La Iglesia es una institución fundada por Cristo, y en seguimiento de Cristo surgen diversas vocaciones. Aquí mismo en el país tenemos tantas congregaciones: Los jesuitas, los dominicos, los salesianos, los somascos, etc., etc. Así como también en el orden femenino: Las religiosas del Sagrado Corazón, las religiosas oblatas al Divino Amor, las salesianas y una pléyade de organizaciones que están haciendo tanto bien a la Iglesia. Tanto los religiosos como las religiosas muestran el rostro de la Iglesia, haciendo el bien en las universidades, en los colegios, en las escuelas, en las catequesis, en los hospitales. Todo eso es Iglesia, y quien toca a una de esas congregaciones, toca el rostro de la Iglesia, pone su mano sacrílega sobre el rostro, un bofetón al rostro de la Iglesia.
Si por desgracia llegara a suceder algo a los jesuitas, toda la Iglesia se sentiría ofendida. Y la reacción puede ser muy seria. ¡Queremos suplicar de veras, un llamamiento a la cordura! ¡Ni siquiera por broma! broma de pésima ley. Y mucho menos por amenaza seria, teñida de sangre, de violencia. Mucho más fea todavía, cuando es la respuesta brutal a la razón que habla. Porque les quiero decir que los pronunciamientos que en estos días han estado publicando los jesuitas son doctrina de la Iglesia. Y todos los católicos estamos comprometidos con ese magisterio que los jesuitas han tomado muy en serio y que otros católicos de pésima ley no quieren adoptar.
Pero es el magisterio de la Iglesia que está pidiendo, precisamente este pasaje del Evangelio de hoy. Fíjense cómo Cristo va camino de Jerusalén y al pasar por Samaria, sabiendo que Cristo va para la capital de Judea, surge una diferencia política, una pasión política. Los samaritanos eran enemigos políticos de los judíos; y como Cristo es un judío que va para Jerusalén, no le quieren dar posada. Abusan de su derecho de propiedad, no quieren dar posada. Esta es una violencia: La violencia de un derecho que se abusa. Ante esa violencia, como decían los padres en Medellín, violencia institucionalizada, violencia que se hace institución, surge otra violencia: La de los Boanerges.
Los apóstoles Santiago y Juan eran muy fogosos y le dicen a Cristo: "No te quieren dar posada, no nos quieren dar posada. ¿Quieres que pidamos al cielo que llueva fuego sobre esta ciudad?" ¡Violencia! Cristo no aprueba ni una ni otra. El evangelio nos dice claramente: Cristo los regañó. Y en otra palabra Cristo da la razón, en otro lugar del evangelio: "No, porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder sino a salvar". La única violencia que Cristo admite es esta que él va a cumplir: A dar su sangre, a dejarse violentar, a que lo maten, porque sólo su sangre es la que puede dar la vida al mundo. No hay otra sangre legítimamente derramada más que aquella que derramó el amor por salvarnos a nosotros.
Según esto, hermanos, hay tres clases de violencia: La violencia institucionalizada, la de los samaritanos, que apropiándose sus casas no quieren dar posada al peregrino; la violencia institucionalizada, aquella que oprime abusando de sus derechos.
Quiero aclarar también lo de la autoridad. La autoridad es un derecho. Y es cierto que la Biblia dice que toda autoridad viene de Dios. Y cuando Cristo estaba frente a Poncio Pilato, que Pilato le dice: "¿No me contestas? ¿No sabes que te puedo matar o te puedo dejar libre?" Cristo le contesta: "No tuvieras potestad si no te viniera de arriba". Toda potestad viene de arriba, pero por eso precisamente, porque viene de Dios el que la detecta tiene que usarle según Dios. Cuando una autoridad atropella los derechos de Dios, los mandamientos de la ley de Dios; por ejemplo: no matar, no torturar, no hacer el mal, esa autoridad ha pasado sus ámbitos. Es entonces cuando Pedro, apóstol que aprendió la doctrina de Cristo, le dice a las autoridades de Jerusalén: "No nos es lícito obedecer a los hombres antes que obedecer a Dios". La autoridad viene de Dios, y por eso la obedecemos, pero mientras se mantenga en los ámbitos de la Ley de Dios. Si un sacerdote, por un espíritu servil, proclama que toda autoridad viene de Dios y que es respetable indistintamente, la autoridad manipula esa frase. Y es triste que las frases que le convienen, las despliega en todos los medios de comunicación social. Así se utiliza la ingenuidad cuando la Iglesia puede caer en ese defecto. Por eso tenemos que ser muy precisos, queridos hermanos, en estudiar la doctrina del Señor. Y no, porque una frase del evangelio lo dice, olvidamos las otras partes de la revelación divina.
Esta es la violencia que se institucionaliza, la que quiere abusar del poder o de sus derechos. Entonces surge lo que hoy surge en América Latina: "Hay -dicen los padres de Medellín- como un signo de los tiempos, un afán universal de liberación". Y la Iglesia que siente que ese anhelo del hombre latinoamericano viene del Espíritu Santo, que le está inspirando su dignidad y le hace ver la desgracia en que vive, la Iglesia no puede ser sorda a ese clamor. Y tiene que dar la respuesta, una respuesta que no tiene nada de violencia. Ante esta situación de violencia que se hace institución, surgen movimientos de liberación que no son Iglesia: La lucha de clases, el odio, la violencia armada. Eso no es cristiano tampoco. Y la Iglesia tiene que preparar sus hombres -y lo estoy haciendo en este momento- para que vivan una verdadera libertad de los hijos de Dios, que sepan que la raíz de este malestar de nuestro continente está en el corazón de cada hombre, en el pecado, y que tiene que ser entonces la violencia que se hace a sí mismo cada cristiano para vivir según el evangelio.
Jesucristo hace un llamamiento a la violencia, a sí mismo, cuando le dice al que va a despedirse de su familia: "Deja que los muertos entierren a sus muertos". Una violencia a sí mismo: Desprendimiento de todo. O cuando le dice al otro: "El que pone la mano en el arado y mira para atrás no es digno del Reino de los cielos". Es la violencia que uno tiene que hacerse a sí mismo para no estar contento nunca con las mediocridades de la vida, para superarse, para ser mejor. Que la libertad que la Iglesia propugna no es una libertad económica o política, para que los hombres tengan más. Eso a la Iglesia es muy secundario. La Iglesia, sí busca un bienestar en esta tierra pero con una esperanza del cielo. Por eso Cristo le enseñó a la Iglesia a decir que no se puede servir a dos señores; que todo aquel que hace de una cosa de la tierra un ídolo y lo adora, ya está de espaldas a Dios. Y que tenemos que estar de rodillas ante Dios y de espaldas a todas las otras cosas que no son Dios, o valiéndonos de las cosas -dinero, poder, riquezas-, para servir al bien común, para hacer el bien a los demás, mirando siempre a Dios, a quien hay que servir. Lo fatal en estas situaciones es esa idolatría que nos hace apartarnos de Dios, aún cuando materialmente nos llamemos cristianos.
Queridos hermanos, en esta hora, pues, en que la Iglesia recupera toda su identidad, es necesario que todos nosotros examinemos si de veras hemos comprendido lo que significa pertenecer a esta Iglesia pobre, peregrina, desprendida, no apoyándose en las fuerzas de la tierra sino en Cristo, con su esperanza puesta en Dios. Tratando de construir así un mundo mejor, por que tiene que comenzar ya aquí el Reino de Dios, pero no con las violencias que los hombres inventan, institucionalizándolas, o queriéndolas derribar a la fuerza. ¡No así!. El llamamiento que Cristo nos hace es por el amor. Y por eso San Pablo en su misma carta nos termina diciendo una frase que yo quisiera que la tuviéramos muy presente en estos días, hermanos, San Pablo dice: "Atención: Que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruirlos mutuamente". Este es el suicidio de nuestra patria; nos estamos mordiendo unos con otros y nos estamos destruyendo. ¿cuál es el remedio entonces? "Yo os lo digo" -dice la palabra de Dios hoy- "amarás al prójimo como a ti mismo; andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne, pues la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Pero, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley". Quiere decir, pues, que el amor es la fuerza de la Iglesia.
Un esfuerzo, hermanos, por perdonar; un esfuerzo por amar. Comenzando por amar a Dios y no ofenderlo, dejar el pecado y amar al prójimo aunque me haya ofendido. Esta es la fuerza que hará un mundo mejor y que el Papa ha llamado la civilización del amor. Proclamémosla y hagamos lo posible por construirla: La civilización. ¡Pero si es que hoy El Salvador no está civilizado! ¡Es que publicarse o echarse por radio amenazas tan brutales, tan animales como esa que ha salido últimamente! ¡Eso es muy subdesarrollo de civilización! ¡No poder soportar la luz de la razón de unos escritos! Si la razón se combate con razones. ¿Por qué amenazar con armas, con muertes, al que escribe la razón, el mensaje de la Iglesia? No hay más que el camino de la conversión, no a lo que dicen los jesuitas, sino a lo que los jesuitas enseñan porque lo han aprendido de la Iglesia y la Iglesia lo ha aprendido de Dios.
He aquí, pues, el único camino por el cual podemos salir de esta incivilidad en que vivimos, en que nos estamos acabando unos con otros y que San Pablo nos llama, pues, a dejarnos guiar por el espíritu, que resumen en esa breve frase de Cristo: "Amaos los unos a los otros".
Hagamos un esfuerzo, hermanos, y haremos de nuestra Iglesia una verdadera antorcha de la libertad, que ha proclamado hoy la palabra de Dios y que con una fe cristiana vamos a profesar ahora ya.
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