… todo este gesto tan amable de su presencia y sobre todo de su oración, por este servidor de ustedes, a quien abruma este cariño del pueblo y por el cual estoy dispuesto a seguir dando los años que el Señor me conceda. Y considero como un bello regalo de cumpleaños, que la Iglesia misma se hace, este nuevo diácono que vamos a ordenar.
Y en el ambiente del misterio que celebramos hoy, cómo recobra encanto toda esa fiesta de la Arquidiócesis en su Catedral. La asunción en cuerpo y alma de la Virgen al cielo no es una opinión piadosa. Es un dogma de fe, el dogma diríamos, de moda, el más reciente. Fue al clausurar el año de 1950 aquel gran Año Santo, que llevaba a Roma muchedumbres y que recibía aquel gran Pontífice que fue Pío XII. Durante esos años, se hizo una consulta muy interesante a todos los obispos del Mundo: ¿Cómo estaba en el pueblo la creencia de esta verdad, de que María ha sido llevada en cuerpo y alma al cielo? Al mismo tiempo que recogía la tradición de la liturgia, de la teología, y todo lo profundo que la Iglesia tiene en sus estudios, pudo tener la seguridad, el 1º de noviembre de aquél Año Santo, de proclamar como dogma de fe, y que por tanto es obligatorio creerlo todos los católicos, que María, después de terminar su curso mortal en la tierra, fue asunta, como recogida por Dios, en cuerpo y alma. Podemos decir, hermanos, porque una verdad que corresponde a los orígenes de nuestro cristianismo, a los orígenes del mismo Cristo, apenas en nuestro tiempo se proclama dogma de fe, no es que el Papa Pío XII inventó que María ha sido llevada en cuerpo y alma, como si hubiera inventado esa verdad hoy en 1950. Los dogmas no los hace el Papa. El Papa lo que hace es poner el sello de su autoridad, de su magisterio, para darle seguridad al pueblo de que esa verdad está contenida en la divina revelación. Y lo creemos no sólo porque lo dice el Santo Padre, sino sobre todo porque lo ha dicho Dios y lo ha revelado en la Sagrada Biblia y en la tradición viviente de la Iglesia.
Celebramos, pues, una verdad que no es inventada por los hombres. Por la seguridad de una fe verdaderamente católica, sentimos hoy la alegría profunda de que María realmente está en el cielo, no sólo con su espíritu, como están todos nuestros muertos, sino con su cuerpo glorificado ya en esta forma definitiva en que también nosotros vamos a ser glorificados, cuando se cumpla ese dogma de nuestro credo: creo en la resurrección de la carne, en la resurrección de los muertos. Pero lo dejaba Dios ese dogma para actualizarlo en 1900, este siglo tan proclive, tan inclinado al materialismo, como dijo el Papa Pablo VI en el Concilio: "Este Concilio no está hablando de un Dios y de un reino de los cielos, cuando los hombres sólo hablan de reinos de la tierra y de conquistas de la tierra".
El mensaje, pues, de este día es muy oportuno, porque ese viaje de María en cuerpo y alma al cielo, es el índice más vigoroso a toda la humanidad para decirles que no está en esta tierra el destino del alma y del hombre que busca la verdadera felicidad, que hay un reino de los cielos definitivo, más allá de nuestras vidas, pero que se conquista precisamente trabajando en esta vida, entregándose al cumplimiento de los designios de Dios; así como María hizo de su vida terrenal un cumplimiento exacto, una colaboración íntima con el divino Redentor para salvar al mundo. Y por eso el Concilio Vaticano II, cuando recoge para nuestros días, más recientes todavía, el dogma de la asunción nos dice: "María llevada en cuerpo y alma a los cielo, es allá en el reino definitivo, el modelo y el principio de una Iglesia que ha de ser totalmente glorificada". (GS 68) Es decir, esta Iglesia que todavía peregrina entre persecuciones y dolores en la tierra, mira a María y en ella contempla su destino inmortal y se anima a sufrir todos los dolores y persecuciones, porque sabe que a través de este dolor, como el dolor de María, Dios está labrando las piedras vivas de aquel templo glorioso en el cual Dios fungirá para siempre toda su majestad y toda su belleza.
María, pues, es el principio de aquel reino celestial que todos nosotros iremos a formar también, si tenemos la felicidad de ser salvos como ella y, después del juicio final, en nuestro cuerpo glorificado. Pero, al mismo tiempo, el Concilio, que mira esa perspectiva celestial donde María luce toda su belleza, se inclina a la tierra y dice: Y esa Virgen colocada en el cielo en cuerpo y alma, no sólo es figura de nuestro destino eterno, sino que también es "estrella de esperanza cierta para el pueblo que todavía peregrina en la tierra". Qué bella definición de María, "estrella de esperanza cierta". Así mirémosla desde nuestra peregrinación en la tierra, desde nuestros caminos polvorientos o lodosos del mundo, desde nuestras tribulaciones concretas de la vida, hacia María, esperanza cierta.
Hermanos, yo quiero sacar una enseñanza de este dogma más concreta todavía, y es que María y la Iglesia que peregrina, están presentando un servicio. Y quiero recalcar esta palabra, porque vamos a ordenar un diácono. "Diácono" es derivado de "diaconía", que quiere decir servicio. Cuando el cristianismo primitivo iba creciendo ya mucho, y los apóstoles no alcanzaban al servicio de aquel pueblo naciente y creciente, el pueblo de Dios eligió siete hombre virtuosos para presentarlos a los apóstoles y que les impusieran las manos y viniera el Espíritu Santo sobre ellos, para ser colaboradores íntimos de los apóstoles, servidores, diáconos.
Los primeros siete diáconos constan en la Biblia. De allí quedó establecido ese orden de colaboración, que ahora en nuestros días vuelve a recobrar toda su actualidad, cuando se necesitan tantos brazos porque la mies es mucha y los obreros son pocos, cuando nos persiguen y nos echan a los sacerdotes, cuando se quedan comunidades sin la dirección sacerdotal. Necesitamos de hombres virtuosos, preparados para entregarse por completo al servicio de la Iglesia; reciban el Espíritu de Dios, y vengan a prestar y dar a la Iglesia esa característica tan suya: servir.
Recuerdo cuando el Papa Pablo VI llegó a las Naciones Unidas y en medio de aquella asamblea de hombres de grandes potencias del mundo, les dice: "Ustedes que en esta sala están acostumbrados a resolver grandes problemas, yo no les traigo más que una súplica, que me den el permiso de servirles. La Iglesia está en medio de los pueblos que ustedes representan como una servidora". Esta es la Iglesia una servidora ¿Y en qué manera sirve? Sirve como María, asunta al cielo, está sirviendo a la humanidad, porque María y la Iglesia no se pueden separar.
¿Cómo sirve María? En primer lugar, indicándoles a los hombres su destino eterno y, por eso, desde esa luz de los cielos, iluminar la dignidad del hombre, los derechos del hombre, y por eso se aferra con tanto empeño en defender la dignidad, la libertad, los derechos del hombre, porque sabe que ese hombre no debe ser un juguete de la tierra, sino que está destinado como María al reino de los cielos, que es un hijo de Dios que peregrina en esta tierra pero que su destino no es esta tierra. Y ése es el gran servicio de la Iglesia, en primer lugar, como María en cuerpo y alma en el cielo, decirles a todos los espíritus y a todos los cuerpos el alto destino de la humanidad.
En este día este es el mensaje de la Iglesia al mundo, presentar a una Virgen, un cuerpo de mujer subiendo al cielo en la belleza de una feminidad consumada por la belleza de Dios, para decirles a todas las mujeres y a todos los hombres qué alto destino el del cuerpo humano.
¿En qué otra forma sirve María y la Iglesia? María se inclina sobre la esperanza de los hombres, para decirles que su esperanza es cierta, que si ella, hija de esta tierra, ha sido asumida por Dios y colocada en un trono en el cielo, es posible que toda carne humana también viva esa esperanza. Y entonces en el mundo que peregrina, esa esperanza hacia el hombre, que sea firme en sus propósitos, que en medio de las persecuciones no se desanime. Yo quiero agradecer, hermanos, en esta ocasión y a través de la radio, a cuántos me han escrito sus bonitas cartas, que son una inspiración de esperanza. Dicen que la Iglesia les mantiene su esperanza. Esta es la confesión bella del hombre que sufre, del hogar perseguido, de la comunidad que encuentra la razón de su predicación en una esperanza cierta que la Iglesia transmite, porque María se la trasmite a esa Iglesia. Y María y la Iglesia saben que esa esperanza viene de la redención de Cristo, porque María no ha subido al cielo por sus propios méritos, como la Iglesia tampoco trabaja por sus propias fuerzas. Es que tanto la Iglesia como María no son más que los instrumentos, los reflejos bellísimos, de la redención de Cristo.
María subida en cuerpo y alma a los cielos está proclamando que la última enemiga en ser vencida, como dice San Pablo, es la muerte; y que si en María ya quedó vencida la muerte para ser asumida en la victoria del cielo, también en todos nosotros, la esperanza, aún cuando la muerte apaga la vida, siempre queda palpitando en el sepulcro, porque se apoya en el Espíritu de Dios, que nos ha hecho inmortales y nos hará resurgir de nuestros sepulcros.
Finalmente, la Iglesia como María sirven a la humanidad, sintiendo que en cada hombre y en cada mujer hay un hijo de Dios, un hermano al que atender. Y María no se cansa de ejercer esa protección, esa mano tendida de madre y de reina para conducirnos en el camino del cielo, en el camino del deber. Y esto está haciendo la Iglesia en la tierra también, animado a los hombres para que cumplan su deber, para que salgan del pecado, para que sepan vivir la verdadera dignidad de los hijos de Dios. Y los protege hasta donde alcanzan sus méritos aquí en la tierra; y María en su cielo, que es todopoderosa por su oración, los protege.
Levantamos nuestra mirada hacia María en este día, hermanos y desde una Iglesia, hermana gemela de María, nosotros confiamos en esa Virgen poderosa que reina y vive en el cielo en cuerpo y alma y se hace sentir a través de una Iglesia peregrina en la tierra, con todo el encanto de una princesa que camina hacia su reino, en espera de la revelación de su grandeza. Por eso la institución Iglesia, formada de Papa, Obispos, Sacerdotes, Diáconos y demás ministerios laicales, religiosas, catequistas, celebradores de la palabra (somos la Iglesia institución) no nos desanimemos; al contrario, sintamos que esta armadura de Dios en el mundo lleva el espíritu inmortal de María. Sembremos mucho esa devoción a la Virgen.
Querido diácono, vamos a imponer las manos y vamos a ver en ti una imagen de la Iglesia servidora, el diácono. Ojalá que tú comprendas que toda tu teología, todos tus estudios, la belleza de tu vocación significa llevar al mundo el rostro de esa Iglesia que sirve, que ama y que espera. Vamos a trasmitirte pues, a través de nuestra autoridad episcopal, esos poderes que los apóstoles trasmitieron a los primeros siete compañeros tuyos, que se han ido multiplicando a lo largo de la historia y han escrito páginas bellísimas de la Iglesia: los diáconos, a los cuales te vamos ya a incorporar.
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