Estimada familia doliente, queridos hermanos:
Una vez más, la Iglesia cumple su deber de madre… recoger una nueva víctima de la violencia; y con él recogido en sus brazos gritar: "no" a la violencia; y una palabra de consuelo a quienes lloran ese nuevo atropello a la vida.
La Catedral viene nuevamente a ser el signo de esa madre Iglesia, que tiene esa palabra de amor, de ternura, de consuelo para los que sufren la orfandad, para los que lloran la separación de la muerte, porque su palabra no es palabra humana. Es palabra de aquel por quien fueron hechas todas las cosas. Es la palabra eterna que hoy se repite, como moribundo en la cruz, para dar el cielo a quien se lo pide: Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso". No importa, frente a Cristo, quien sea el que vuelve a él para pedirle perdón. Lo que importa es el sentido sincero de convertirse a él. Y ante la grandeza de Dios, ¡Que pequeña aparece la grandeza humana!.
Esta Catedral acostumbrada ya, por desgracia, a recoger víctimas de la sangre y del atropello, ve qué pequeño es el hombre encerrado entre las cuatro tablas de un ataúd; pero desde allí, sea quien sea, tiene ella una mirada llena de fe hacia la eternidad, acompañando al hijo que se va; ella qué sigue peregrina en la tierra, y desde esa puerta del cielo que marca el límite entre la vida y la muerte, otra mirada hacia la tierra que se deja, para decir desde allá, desde Dios, el mensaje a los que todavía seguimos peregrinando: "Peregrinos, aquí, junto a la puerta de la eternidad, todos nosotros venimos a decirle adiós a este querido amigo y hermano. Los pañuelos de la despedida se agitan mientras él va ingresando en ese más allá. Y la súplica del pueblo de Dios, peregrino, no puede ser otra: ante ti, Señor, no hay derechos, sino solamente la súplica humilde. Desde la humildad de ataúd, nosotros pensamos en nuestra propia pequeñez. Qué chiquitos somos los hombres, pero qué grandes cuando nos apoyamos en tu misericordia, para decir: Señor, ten piedad. Y la súplica es para algo grande, para que esta vida que termina en la tierra, no obstante sus manchas y pecados, pueda encontrar un lugar en tu cielo. Y sin duda que aquel Padre que envió a su Hijo, no a perder sino a salvar, abre sus brazos bondadosos para recoger a quien el pueblo entero le está encomendando.
El espectáculo de esta tarde es bello. No pudimos caber dentro de la Catedral y hemos tenido que improvisar el altar aquí frente al parque, en medio de cuya muchedumbre, el cadáver del hombre asesinado, del hombre atropellado en su derecho más sagrado, su vida, es toda la voz de un pueblo que se levanta hacia Dios para decirle: Señor, nuestra presencia aquí, es una presencia ante todo religiosa. Es la presencia de una súplica por el alma de nuestro hermano compañero hasta antier de nuestra peregrinación. Hoy necesita tu misericordia, que todo este pueblo te implora para que les des el descanso eterno, la luz perpetua; y para que descienda de tu trono de misericordia un efluvio de consuelo, para los que sufren la orfandad que deja este querido difunto, para su familia, para sus compañeros de ideales, para sus trabajadores, para todos sus amigos, que ahora es toda esa plaza llena de gente.
Y ahora, hermanos, la Iglesia después de orar por el difunto, se vuelve hacia los peregrinos que hemos venido hasta la puerta de la eternidad, para decirnos en la palabra de San Pablo, las dos grandes vertientes de donde se deriva todo el bien y todo el mal. Y acaba de mencionar en aquella certera teología de San Pablo: "Por el delito de uno vino la muerte al mundo", y con la muerte, toda esa secuela de las formas en que mueren nuestros muertos. No sólo la muerte natural que es dolorosa sobre todo la muerte con que ha caído esta víctima: la violencia. La violencia es el fruto del crimen. Venga de donde venga, la violencia que mata es pecado. La violencia que mata no es de Dios. La violencia es derivación del pecado, y el pecado fue lo que entró al mundo cuando Adán, y toda su descendencia que somos los hombres, llevamos entonces los malos instintos en el corazón. Ay de aquél que no reprime a tiempo estos instintos. Qué será, hermanos salvadoreños, en esta hora de ese instinto del asesinato, del crimen. Se va levantando como una ola, en la cual ya no hay categoría social que esté segura. Todos estamos expuestos a salir un día con los ideales del trabajo y caer acribillados a tiros. Todos estamos expuestos porque ha crecido la onda de la maldad. Nadie la ha sembrado. Por el primer delito entró el pecado al mundo, pero los hombres podemos… analizamos esos instintos de maldad, que siempre son malos, cualquiera que sean los móviles a la violencia.
Pero por otro lado, queridos hermanos, San Pablo nos ha presentado el lado positivo de la vida: "Así como por un hombre pecador entró el pecado en el mundo" -el asesinato, la violencia y todo el crimen- por la obediencia del Redentor, por la santidad del Cristo, Hijo de Dios, ha entrado en el mundo la redención y la vida. Y este es el trabajo que ahora nos llama a realizar este episodio trágico de nuestra historia. No más crimen. No más violencia.
Hermanos -si de verdad lo somos: hermanos- trabajemos por construir un amor y una paz, pero no una paz y un amor superficiales, de sentimientos, de apariencias; un amor y una paz que tiene sus raíces profundas en la justicia. Sin justicia no hay amor verdadero, sin justicia no hay verdadera paz. He aquí pues, que si queremos seguir la vertiente del bien que nos hace solidarios con Cristo, tratemos de matar en el corazón los malos instintos que llevan a estas violencias y a estos crímenes, y quienes compartimos la vida, el amor, la paz, pero una paz y un amor en la base de la justicia. Entonces, hermanos, en esta puerta de la eternidad, mientras mirando hacia allá, vemos a nuestro hermano que parte y le decimos adiós, que vuelve él con esta Iglesia que trae la voz de Cristo para decir: "Hermanos, no más víctimas de la violencia. Que yo sea la última víctima que ha caído así ensangrentada en la calle. Que de aquí surja una lección para todos: "Amaos los unos a los otros".
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