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El verdadero milagro de monseñor Romero
Es sabido que, tras reconocérsele como “mártir” de la Iglesia, Óscar Romero ya no necesita que se le acredite ningún milagro para subir a los altares. Sin embargo, superado este último obstáculo en el Vaticano, han aparecido debajo de las piedras conversiones de última hora cuya explicación sí es milagrera. Si se vuelve la vista atrás, sin ánimo de pasar lista y ver las altas, asombran algunos reconocimientos que se le hacen a un pastor canonizado hace años por su pueblo. Hay algo sobrenatural en el fenómeno, aunque predomine lo fieramente humano. Ahora se ve en él a una gran figura eclesial cuando antes no era más que un sospechoso filocomunista.
Con esa misma perspectiva, asombra todavía más que su muerte, su testimonio, su ejemplo, su valentía, su coherencia fuese minusvalorada al considerar que estaba contaminada de política. El martirio de otro hombre de Dios como él, el del padre Jerzy Popiesluszko, fue abrazado indudablemente con más fervor porque le asesinaron los servicios secretos de su Polonia comunista. Nada que ver con El Salvador, donde la ultraderecha comulgaba los domingos y fiestas de guardar. Eran tiempos en que se podían tapar las narices siempre y cuando hubiera un crucifijo en algún despacho oficial.
Ahora que “la opción preferencial por los pobres” y otras formulaciones de la teología y la eclesiología latinoamericana de aquella época sientan cátedra en el Vaticano, uno se imagina la “confortadora alegría de evangelizar” de Romero viendo cómo se han diluido por arte de decreto los recelos hacia él y se ponderan sus homilías y escritos al servicio del hombre, de la mujer, de la justicia social, de los derechos humanos, de la vida vivida con elemental dignidad. Su abrazo de pastor acoge en este momento a quienes le habían ensalzado y rezado, como Ellacuría, Sobrino o Casaldàliga, pero también a aquellos que cerraban puertas en las curias y salones en las parroquias apenas se invocaba su nombre, o el de algunos de los que querían perpetuar su recuerdo, como los antes citados.
Dicen que su proceso embarrancó “por prudencia”. Ahora sabemos que fue porque le habían embadurnado de sospechas. Incluso cuando lo último que hizo su boca y su pensamiento fue invocar a Dios. Que san Romero de América les perdone por dividir a los mártires en categorías.
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Es sabido que, tras reconocérsele como “mártir” de la Iglesia, Óscar Romero ya no necesita que se le acredite ningún milagro para subir a los altares. Sin embargo, superado este último obstáculo en el Vaticano, han aparecido debajo de las piedras conversiones de última hora cuya explicación sí es milagrera. Si se vuelve la vista atrás, sin ánimo de pasar lista y ver las altas, asombran algunos reconocimientos que se le hacen a un pastor canonizado hace años por su pueblo. Hay algo sobrenatural en el fenómeno, aunque predomine lo fieramente humano. Ahora se ve en él a una gran figura eclesial cuando antes no era más que un sospechoso filocomunista.
Con esa misma perspectiva, asombra todavía más que su muerte, su testimonio, su ejemplo, su valentía, su coherencia fuese minusvalorada al considerar que estaba contaminada de política. El martirio de otro hombre de Dios como él, el del padre Jerzy Popiesluszko, fue abrazado indudablemente con más fervor porque le asesinaron los servicios secretos de su Polonia comunista. Nada que ver con El Salvador, donde la ultraderecha comulgaba los domingos y fiestas de guardar. Eran tiempos en que se podían tapar las narices siempre y cuando hubiera un crucifijo en algún despacho oficial.
Ahora que “la opción preferencial por los pobres” y otras formulaciones de la teología y la eclesiología latinoamericana de aquella época sientan cátedra en el Vaticano, uno se imagina la “confortadora alegría de evangelizar” de Romero viendo cómo se han diluido por arte de decreto los recelos hacia él y se ponderan sus homilías y escritos al servicio del hombre, de la mujer, de la justicia social, de los derechos humanos, de la vida vivida con elemental dignidad. Su abrazo de pastor acoge en este momento a quienes le habían ensalzado y rezado, como Ellacuría, Sobrino o Casaldàliga, pero también a aquellos que cerraban puertas en las curias y salones en las parroquias apenas se invocaba su nombre, o el de algunos de los que querían perpetuar su recuerdo, como los antes citados.
Dicen que su proceso embarrancó “por prudencia”. Ahora sabemos que fue porque le habían embadurnado de sospechas. Incluso cuando lo último que hizo su boca y su pensamiento fue invocar a Dios. Que san Romero de América les perdone por dividir a los mártires en categorías.
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Es sabido que, tras reconocérsele como “mártir” de la Iglesia, Óscar Romero ya no necesita que se le acredite ningún milagro para subir a los altares. Sin embargo, superado este último obstáculo en el Vaticano, han aparecido debajo de las piedras conversiones de última hora cuya explicación sí es milagrera. Si se vuelve la vista atrás, sin ánimo de pasar lista y ver las altas, asombran algunos reconocimientos que se le hacen a un pastor canonizado hace años por su pueblo. Hay algo sobrenatural en el fenómeno, aunque predomine lo fieramente humano. Ahora se ve en él a una gran figura eclesial cuando antes no era más que un sospechoso filocomunista.
Con esa misma perspectiva, asombra todavía más que su muerte, su testimonio, su ejemplo, su valentía, su coherencia fuese minusvalorada al considerar que estaba contaminada de política. El martirio de otro hombre de Dios como él, el del padre Jerzy Popiesluszko, fue abrazado indudablemente con más fervor porque le asesinaron los servicios secretos de su Polonia comunista. Nada que ver con El Salvador, donde la ultraderecha comulgaba los domingos y fiestas de guardar. Eran tiempos en que se podían tapar las narices siempre y cuando hubiera un crucifijo en algún despacho oficial.
Ahora que “la opción preferencial por los pobres” y otras formulaciones de la teología y la eclesiología latinoamericana de aquella época sientan cátedra en el Vaticano, uno se imagina la “confortadora alegría de evangelizar” de Romero viendo cómo se han diluido por arte de decreto los recelos hacia él y se ponderan sus homilías y escritos al servicio del hombre, de la mujer, de la justicia social, de los derechos humanos, de la vida vivida con elemental dignidad. Su abrazo de pastor acoge en este momento a quienes le habían ensalzado y rezado, como Ellacuría, Sobrino o Casaldàliga, pero también a aquellos que cerraban puertas en las curias y salones en las parroquias apenas se invocaba su nombre, o el de algunos de los que querían perpetuar su recuerdo, como los antes citados.
Dicen que su proceso embarrancó “por prudencia”. Ahora sabemos que fue porque le habían embadurnado de sospechas. Incluso cuando lo último que hizo su boca y su pensamiento fue invocar a Dios. Que san Romero de América les perdone por dividir a los mártires en categorías.
FUENTE: http://www.vidanueva.es/2015/02/13/el-verdadero-milagro-de-monsenor-rome...
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