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Francisco, azote del capitalismo
El reciente viaje del papa Francisco a Ecuador, Bolivia y Paraguay ha terminado por disipar las dudas de los escépticos de dentro y de fuera sobre el cambio radical que está llevando a cabo día tras día desde su elección en marzo de 2013. Todo en el recorrido por tierras latinoamericanas ha sido histórico, rupturista, radical, alternativo: los escenarios, los gestos, los protagonistas e interlocutores, los mensajes. Histórico dentro de la normalidad y de la espontaneidad, sin que nada desentonara ni nadie se sorprendiera o escandalizara, salvo los que vienen haciéndolo desde que saliera al balcón del Vaticano cuando fue elegido papa.
El gesto más provocativo, que el papa acogió con naturalidad, fue el regalo que le hizo Evo Morales de un Cristo crucificado en una hoz y un martillo, reproducción del crucifijo tallado por el jesuita español Luis Espinal, asesinado por los paramilitares en marzo de 1980 por su compromiso con las luchas populares en Bolivia. Era un regalo en plena sintonía con el proyecto plurinacional e inter-étnico de la nueva Bolivia y con el tono provocador de los discursos de Francisco. Sintonía que se dejó sentir en el trato de Evo al papa, a quien llamaba “hermano papa Francisco” y al que este respondía con la misma familiaridad. En contra de lo que suele ser costumbre en este tipo de viajes papales, las personas que acompañaron al hermano Francisco no fueron clérigos ensotanados, ni personalidades encorbatadas, sino enfermos terminales, comunidades indígenas, líderes obreros y campesinos, personas mayores, presos a quienes visitó en la cárcel de Palmasola (la más peligrosa del país), activistas de los Movimientos Populares de todo el mundo reunidos en el II Encuentro –el primero fue en Roma en octubre de 2014-, a quienes calificó de “sembradores del cambio”.
Fue en ese Encuentro donde pronunció el discurso más crítico de todo su pontificado contra el capitalismo, el colonialismo y el expolio de la tierra. Todo ello era la mejor demostración de la identificación del papa con las reivindicaciones de las comunidades indígenas, de los presos, de los excluidos del sistema y de la llamada “izquierda radical”, representada por los movimientos populares. Con estas actitudes estaba dando su apoyo directamente a los Gobiernos latinoamericanos que aplican políticas anti-neoliberales, anti-coloniales y ecologistas . Sus discursos no fueron estrictamente religiosos, menos aún espiritualistas, sino abiertamente políticos. No fueron reformistas, sino revolucionarios, desestabilizadores del statu quo, política, económica y socialmente incorrectos tanto en sus términos como en su contenido. Discursos que no acostumbramos a escuchar a líderes políticos nacionales o internacionales, ni siquiera a los que se consideran de izquierdas, y menos aún a los eclesiásticos, a quienes recordó que su misión no es instalarse cómodamente en el sistema esperando recibir pingües beneficios, sino que “nuestra fe es siempre revolucionaria.
Ese es nuestro más profundo y constante grito”. Ese fue el mensaje dirigido a un millón de asistentes congregados en Quito el 7 de julio. Criticó “la dictadura del dinero”, a la que llamó “estiércol del diablo”. Denunció el sistema económico actual que no solo degrada a las personas y a los pueblos, sino que los mata. Visibilizó las graves situaciones de injusticia sufridas por los excluidos en todo el mundo y mostró cómo todas las exclusiones están entrelazadas por un hilo invisible y provocadas por un sistema que impone la ganancia como objetivo único, sin pensar en la exclusión social que genera ni en la destrucción de la naturaleza que provoca. Este sistema ya no se aguanta, dijo. No lo aguantan los campesinos, los trabajadores, las comunidades, los pueblos, y tampoco “la hermana Madre Tierra”. Mostró su sintonía con el grito de independencia de dos siglos atrás de los pueblos latinoamericanos , pidió perdón por las masacres de los conquistadores “en nombre de Dios” y denunció la opresión que sufren actualmente dichos pueblos por mor del nuevo colonialismo, generador de violencia contra las culturas indígenas, su organización, su cosmovisión, sus tradiciones, sus ritos… Pero Francisco no se quedó en tan demoledor diagnóstico. Ante él no vale resignarse, cruzarse de brazos o remitir la respuesta al más allá. Todo lo contrario, defendió un cambio de sistema, “un cambio real, un cambio de estructuras”, cuyos sujetos no son los poderosos, sino “ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres, los excluidos”, en cuyas manos está, en gran medida, el futuro de la humanidad. Y clamó: “Ninguna familia sin vivienda, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano si una venerable ancianidad”. Es un programa pegado a la realidad, responde a la más elemental aplicación de la Declaración de los Derechos Humanos, pero, hoy, suena a revolucionario. ¿Tanto hemos retrocedido? ¿Tanto se ha extendido la pobreza en el mundo? La respuesta no puede ser más que afirmativa.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y director y coautor de San Romero de América, Mártir de la Justicia, Tirant lo Blanch, València 2015)
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