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El Papa nos está cambiando la doctrina de la Iglesia
Esta queja, esta acusación, surge de variadas partes y en variadas formas.
Se escucha de parte de católicos dotados de recursos que por otro lado se preocupan de hacer cierta forma de caridad. Se escucha de parte de clase media bien instalada que vive tranquila en la posesión de lo que necesita y no le gusta que la inquieten con nuevas exigencias. De parte de gente sencilla que vive un catolicismo tradicional y no quieren más complicaciones que cumplir sus ritos y devociones.
La queja se refiere a la demanda de compartir lo propio con los que tienen menos o nada. La de preocuparse del bien común cuando bastaría la preocupación por el bien individual. El referirse a la equidad como una meta de la acción política, de romper esquemas que separan la religión de la actividad secular atribuyendo a cada uno su tarea distinta. Es cierto que el papa puede apoyarse en el evangelio, puede recordar que Jesús ha dicho “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos”, que la salvación del rico es sin embargo posible cuando este pone su riqueza al servicio del bien común y de los pobres y que por esto el propietario, el que tiene bienes debe ponerlos al servicio del que nada tiene. Debe administrarlos como un mero administrador y no como un dueño y propie-tario. Pero, dirá el rico de nuestros días, esta doctrina es muy dura y difícil de realizar, más que todo es ingenua e imposible en nuestros días. Y el papa que quiere ponerlo en ejecución es un “ingenuo”. (Este al menos es el pensamiento del profesor Peña rector de la Universidad Diego Portales. Dedicó un artículo a hablar de la ingenuidad del que prefiere la bondad a lo efectivo.)
Y los que piensan que poner en ejecución la doctrina evangélica es querer realizar una utopía y ser ingenuo... tienen argumentos para demostrar su tesis.
Uno sería el realismo de siglos de historia en que la Iglesia tuvo que emprender otro camino. No el evangélico. Efectivamente, estos “realistas”, alegan los siglos en que la religión tuvo que asumir responsabilidades temporales. A partir del momento en que la religión cristiana fue declarada “religión del estado” (siglo IV y V). Los monjes cristianos queriendo ser consecuentes con el evangelio se escaparon del mundo secular para vivir en pobreza. Las comunidades cristianas se dejaron tentar por lo bienes de todo género que el imperio y el poder les ofrecía.
En cierta manera la Iglesia se desmembró. Quedó partida en dos porciones. Entre los ricos y señores quedó la jerarquía, el clero formado por el papa los obispos y los sacerdotes, y por el otro lado quedó el pueblo creyente. Creyente hasta cierta medida, influenciado por un mundo de creencias introducidas por las tradiciones de los pueblos bárbaros.
Talvez, en una palabra, diríamos mejor que las comunidades cristianas de los primeros siglos fueron tentadas y corrompidas por la riqueza. La riqueza se tradujo en poder. El poder se expresó dividiendo la Iglesia en jerarquía y príncipes por una parte y por otro lado surgió el poder temporal que compartía el dominio con el poder espiritual del papa y de la jerarquía, la nueva estructuración social. ¿Qué podía mantenerse del evangelio de Cristo sobre la riqueza y el poder en este contexto?
Los dominicos, entre ellos Santo Tomás de Aquino, procuraron con su doctrina mantener el mensaje evangélico. Santo Tomás quiso revivir la enseñanza de los Padres, la doctrina sobre la riqueza, el compartir y la limosna. Pero fuera de los monasterios y conventos que profesaban el evangelio, la jerarquía y los príncipes se desplegaron en bienes, en progresos. Estábamos muy lejos del precepto de Cristo “el que tenga poder que sea el servidor de sus hermanos”. El poder se impuso con el predominio del yo, de la ventaja. Este servicio quedaba prácticamente reducido a la buena voluntad de los felices poseyentes, quedaba reducido a la caridad.
En realidad la caridad se desplegó de muchas maneras en la edad media pero ya no era un servicio de justicia, de compartir lo propio como imperativo y obligación del que poseía, del propietario.
En la edad media la Iglesia cedió a la presión de la realidad económica que regía en la sociedad y permitió el lucro del dinero. Los argumentos o preceptos exhibidos para esta autorización fueron: el “daño emergente, el peligro de la suerte y el lucro cesante”.
Fueron las tres causales que permitieron a los cristianos administrar bienes, fundar bancos, dar libre campo a los procesos económicos. Vinieron los técnicos de la economía, un Adam Smith, Ricardo y Malthus a descubrir las leyes de la economía semejantes a las leyes de la física y química que se iban descubriendo en la época. El principio fundamental que descubrieron fue que la búsqueda del provecho personal y el interés económico de cada uno redunda de facto en el bien común de la comunidad, una mano providencial asegura este provecho. Como corolario: no hace falta el servicio, la caridad, simplemente la búsqueda del provecho propio redunda en bien de todos. Con esto no quedó nada en pie del precepto evangélico de compartir el bien propio con los demás. Ya no regía un deber de justicia en este compartir sino una “simple obligación de caridad” para algunos poco relevante.
Pues bien, esta situación es la que el papa Francisco quiere revertir. Aquí está la novedad de la que muchos se quejan de su mensaje evangélico. Hay ciertamente un cambio que quiere introducir muy fuertemente, un realizar el mensaje mismo del evangelio. Un cambio desde la práctica que se impuso al adoptar el imperio el cristianismo como religión oficial y en la edad media con un Gregorio Magno y Gregorio X. Un cambio, hemos de decirlo, desde la situación que ha regido en la Iglesia desde el Concilio de Trento en que se canonizó la caridad pero no la justicia como exigencia de la riqueza del cristiano.
Pienso que el cambio de la posición eclesial al respecto se produjo recién en el Concilio Vaticano II. Ahí se dio el cambio con la declaración de la Iglesia como el pueblo de Dios vinculado entre sí no solo por lazos de caridad sino de confraternidad, de vinculación como hijos de Dios que comparte con nosotros su vida, su paternidad y los bienes todos de la creación. Estos bienes pertenecen a todos, están destinados para todos y el que los posee, los posee para todos. Los gozos y alegrías de todos son gozos y alegrías de los hijos de Dios.
La expresión de esta doctrina y su aplicación concreta, efectiva y práctica a todos es talvez un desarrollo posterior a la realización del concilio. Se expresó muy claramente en la doctrina de la Teología de la Liberación que habla de la opción preferencial por los pobres.
Es importante que antes de terminar precisemos que la línea del papa Francisco si es relativamente nueva en comparación con la doctrina proclamada incluso por León XIII y otros papas en los siglos pasados, no es ciertamente ingenua, es más que adaptable para estos tiempos, es imperativa para la edad actual. La equidad no es una novedad ingenua, es algo que se está imponiendo si queremos salvar la fraternidad y la convivencia. Los ingenuos son los que no creen en los anuncios de las calamidades ecológicas que amenazan al mundo y su optimismo es insensato si hablamos de realismo y efectividad.
En Latinoamérica podemos sentirnos orgullosos de haber recogido y expuesto más que otras teologías a través de la Teología de la Liberación, la necesidad y urgencia de tomar en serio la confraternidad con los más pobres, la equidad entre todos y la responsabilidad por el mundo entero, por mantenerlo habitable, hospitalario y acogedor.
José Aldunate, SJ
Doctor en Moral - Universidad Gregoriana
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